Por Emilio Hill
De todo se puede ver en los Festivales de cine. Morelia, no es la excepción. La sutil ironía, por ejemplo, que se ve en el marco de la exposición Nazarín, fotografías de Manuel Álvarez Bravo, es en plena Plaza de Armas, muy cerca de la Catedral de Morelia, se muestran carteles cinematográficos del rodaje de la película protagonizada por Francisco Rabal y dirigida por Luis Buñuel: el cineasta nacido en Calanda, España, debe compartir el espacio con un coro religioso y por supuesto con la imponente construcción de la iglesia.
Y es que la programación, en sus diferentes secciones, tuvieron este año para todos los gustos. Desde propuestas que dan aire fresco al gusto festivalero del público –de las cuales nos ocupamos la semana pasada- hasta largometrajes de un mayor tono comercial. Es el caso de Al Ritmo del Corazón (Iciar Bollaín, 1967). La película se presentó en la Sección Estrenos Internacionales de Ficción y cuenta la vida –un aspecto de esta- del bailarín cubano Carlos Acosta, quien se interpreta a él mismo.
El filme resulta interesante por varios motivos: en primer lugar, una clara vocación de entretenimiento, no hay mirada reflexiva, ya no digamos filosófica al contar una vida y el duro ascenso al éxito. Es decir, la postura es la ligereza. Casi una anti solemnidad pero que le apuesta a buenos momentos estéticos. Sobre todo, aquellos que involucran el baile.
Las sólidas actuaciones del elenco, sobre todo Edison Manuel Olbera Núñez, quien interpreta a Acosta de niño. Gran parte del filme, se sostiene en su interpretación. Y de hecho los momentos de mayor dramatismo del largometraje se dan en la infancia del bailarín.
Y la dirección de la hábil Bollaín, quien con soltura entrega una suerte de culebrón, muy efectivo, en el que los roles están bien definidos: un personaje destinado al éxito gracias a su talento y la figura firme, casi ambigua, de su padre, quien cual hado padrino –con permiso de Tin Tan-, lo conducirá a la meta.
Co producción entre España, Reino Unido, Alemania y Cuba, la película se limita –casi- a contar un aspecto de la vida de Acosta, la relación con su duro padre Pedro (Santiago Alfonso) por la insistencia de este, para que su hijo se dedique al baile, al ver el innegable talento del niño, quien en medio de La Habana de los años ochenta, baila break dance para sus amigos.
A partir de ese momento, padre e hijo como personajes cinematográficos, serán una suerte de pareja a la Buddy film trágico.
Carlos niño no se esfuerza y se rebela paliza de por medio, al no aprovechar la oportunidad de estar en las mejores escuelas de baile becado. Ya adulto Acosta –interpretado por el mismo-, ve a la cámara y se confiesa con el público: perdió su infancia, pero alcanzó la gloria.
En una escena, ya famoso y de visita en Cuba, se pelea con su anciano, pero recio padre: no me gusta la danza, nunca me ha gustado y me separó de la familia. Esa escena es de los puntos más altos del filme. La relación filial, tiene ribetes freudianos, pero la historia transcurre ligera, casi frivolidad.
En algún momento, Acosta fija postura sobre la situación en Cuba, pero por la co producción de ese país caribeño, no resulta punto fundamental de la película. En todo caso, Acosta nunca ha roto con su origen y su posición ha sido más bien discreta. De hecho, es una celebridad nacional.
Bollaín no se pone intensa, conduce el melodrama con efectividad y buenos resultados. Los personajes tienen una trayectoria clara melodramática. Es una danza bien coreografiada que sensibiliza por el armado genérico de molde.
La película –su título original es Yuli- tiene corazón, pero le sobra estructura.
Se vio en la más reciente edición de Morelia, que inicio el 17 de octubre y terminó el 27 y está próxima a estrenarse. Su corrida festivalera, por cierto, es bastante extensa.
Es el tipo de filmes, que tienen muy buen ritmo y química con el público.