William Deresiewicz.
La muerte del artista.
Cómo los creadores luchan
por sobrevivir en la era de los
billonarios y la tecnología.
Ed. Capitán Swing,
Madrid, 2021.
448 páginas.
Por David Marklimo
Parecería que, con Internet, las posibilidades están a la vuelta de la esquina. Quizá sobre todo si eres artista o periodista. Pero en realidad, no es tan fácil. Al menos no es lo que se desprende del libro La muerte del artista, en el cual William Deresiewicz utiliza una mezcla de observación del entorno, entrevistas y reflexión para abordar cuestiones tan complicadas como la función social del arte en el mundo contemporáneo. Hay que admitir que este formato tiene sus ventajas: imprime cercanía al conjunto, amén de propiciar una visión panorámica y multidisciplinar. Así, estamos ante un ensayo asombroso donde se disecciona con un detalle abrumador cómo ha cambiado el negocio del arte (pintores, escritores-periodistas, músicos…) con la irrupción de Internet a finales de los noventa. En él, la pregunta del millón es: ¿Están muertos los artistas? ¿Deberían estarlo?
Este debate se debe a varias cosas, pero principalmente a ese maravilloso “todo en internet es gratis” que hemos disfrutado durante los últimos veinte años. Es lo que el autor llama el paradigma Silicon Valley. Y quizá se entienda mejor si se amplía el panorama: para la mayoría de la gente, es decir aquella que vive por debajo de una posición económica confortable, los últimos veinte años han ido desastrosos. Lo único que ha mejorado su vida ha sido Internet. Hemos tenido acceso a música gratis de forma ilimitada, vídeo a muy bajo coste, podemos leer en la web sin parar… Un montón de cosas que eran de pago se convirtieron en accesibles y, además, en tremenda abundancia. Pero la gente que creaba estas cosas, los artistas, y otra gente, como los periodistas, están siendo asfixiados, están siendo sofocados lentamente. Estamos en medio de una transformación de época. Si los artistas fueron artesanos en el Renacimiento, bohemios en el siglo XIX y profesionales en el XX, un nuevo paradigma está surgiendo en la era digital.
Pero antes, quizá sea importante entender la relación entre arte y mercado: entramos en el terreno de la mitología: el arte ha sido siempre lo mismo durante la historia. Que ha tenido siempre el mismo objetivo social, que los artistas siempre han sido vistos igual y que han jugado siempre el mismo rol. Esta idea se confirma cuando escuchas a la gente decir: “los artistas siempre han plantado cara al poder”. Pues no, la evidencia histórica no se sostiene. En gran parte de la historia ese no era el rol del artista. Ningún artista hubiese pensado en enfrentarse al poder hasta aproximadamente el siglo XVIII. Incluyendo a todos los maestros del Renacimiento, el trabajo del artista era articular de la forma más bonita y emocionante las verdades que ya estaban establecidas y aceptadas por la Iglesia, por la Corona, por las autoridades y por la sociedad. Y luego en el siglo XVIII muchas cosas comenzaron a cambiar en la sociedad. No sólo tenemos el ascenso del capitalismo industrial, sino también la emergencia de la democracia, la Revolución norteamericana, la Revolución francesa, la Ilustración. Este cambio de paradigma fue impulsado por un cambio económico. Y por eso no es posible, como artistas, estar en contra del mercado: fue el capitalismo el que facilitó este cambio. Una vez que los artistas, empezando por los escritores en Gran Bretaña y después extendiéndose por Occidente, necesitaron sólo de un público para ganarse la vida sin depender de un mecenazgo entonces no tuvieron que decir lo que sus mecenas querían. Ese ha sido un gran cambio. Internet supone otro cambio. Principalmente, porque uno de sus mantras consiste en decir que cualquiera puede ser un artista. Todo el mundo tiene las herramientas para llegar a un público. Por tanto, parte de la ideología de esto es que todo el mundo puede ser artista. Y no, no es verdad.
El tratado hace especial hincapié en la faceta económica del asunto, por lo que no resulta sorprendente que baraje, entre otras cuestiones, la precariedad laboral o las limitaciones que las condiciones materiales imponen. El propio autor ha descrito el libro como una pelea de boxeo contra sí mismo, contra su sombra, desmontando sus propias ideas de partida. Quizá por eso, el mensaje del ensayo es sumamente potente: los ciudadanos podemos usar las herramientas de la tecnología sin convertirnos en sus presas. Es muy importante: no es necesario que aceptes el mundo que han creado, incluso si continúas usando las herramientas que han desarrollado. El arte, esa gran incógnita, es prueba de ello.