Por Margot Acosta
México y nueve países más de América Latina tienen gobiernos populistas, los cuales llegaron al poder en el actual siglo; cifra que amenaza con aumentar conforme los procesos electorales en marcha.
Las otras naciones que padecen los gobiernos populistas en Latinoamérica son: Brasil, Venezuela, Perú, Paraguay, Ecuador, Colombia, Argentina, Bolivia y Chile.
Pero los pioneros del populismo y neopopulismo latinoamericano y también europeo surgieron en la última década del siglo XX y principios del XXI con Abdalá Bucaram, en Ecuador, Hugo Chávez, en Venezuela; Lino Oviedo, en Paraguay; Carlos Menem, en Argentina; Alberto Fujimori, en Perú y Silvio Berlusconi, en Italia, aunque hay quienes aseguran que el mandato del apodado “ya cállate chachalaca”, Vicente Fox Quezada, en México también navegó por esas corrientes.
Y mientras la democracia fue despedida con cajas destempladas, por la denominada “democracia social”, prevalece en los mencionados países (según los expertos como Norberto Bobbio) otra consideración, acerca de que esta nueva política “es una forma falsificada de socialismo” cuya finalidad es mantener ciertos privilegios económicos.
El asunto es que el populismo no es palabra en singular, sino con diversas acepciones. Como ejemplo mencionaremos el populismo neoliberal, el obrero, el étnico, el de izquierda, el mediático y toda una gama en la materia.
Efectivamente es toda una gama, aunque con un común denominador: la referencia a “el pueblo”, como punto de partida fundamental para el bien y para el mal, presuntamente víctima de la corrupción, la maldad y el abuso de anteriores gobernantes.
Señala Alejandro Monsiváis Carrillo en su trabajo denominado “Populismo”, publicado por Prontuario Democracia, de la UNAM:
La investigación reciente desde la perspectiva ideacional confirma que los discursos populistas encuentran un suelo fértil ahí donde la representación democrática falla sistemáticamente. Ante el desempeño deficiente de los gobiernos, la acumulación de desigualdades o la corrupción generalizada entre la clase política ayuda a dar sentido y voz a las demandas de una población agraviada y desafecta. Al denunciar las injusticias provocadas por el sistema, los líderes y los movimientos populistas pueden provocar disrupciones en el debate público convencional. Recurriendo a símbolos, imágenes, o reivindicaciones heterodoxas, pueden ayudar a cuestionar las limitaciones de las normas políticas vigentes. Paradójicamente, atacando el orden establecido y a los grupos gobernantes, los populismos responden a las demandas de representación política de amplios segmentos del electorado”.
Pero como escribió Enrique Krauze en 2012, en una edición de Letras Libres:
“El populismo es una adulteración de la democracia. Lo que el populista busca -al menos esa ha sido la experiencia latinoamericana- es establecer un vínculo directo con el pueblo, por encima, al margen o en contra de las instituciones, las libertades y las leyes. La iniciativa no parte del pueblo sino del líder carismático que define a “el pueblo” como una amalgama social opuesta al “no pueblo”.
El asunto es que, ciertamente, como precisó Franco Savarino, profesor investigador titular en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, en 2006 en su trabajo “Populismo: perspectivas europeas y latinoamericanas”
“El maniqueísmo en blanco y negro del discurso conspiratorio es sencillo, eficaz, une fácilmente a los seguidores y excluye tajantemente a los adversarios”.
Sin embargo, la cifra de países con gobiernos populistas en América Latina podría modificarse a favor o en contra de esa corriente en los próximos tres años, porque habrá elecciones presidenciales: en 2022, en Costa Rica, Colombia y Brasil; en 2023, en Paraguay, Guatemala y Argentina y en 2024 en El Salvador, México, Panamá, República Dominicana, Uruguay y Venezuela.