La llama olímpica no se apaga; Tokio 2020 pasa la estafeta a París 2024

En su manifiesto, el barón Pierre de Coubertin retrataba al olimpismo como una forma de vida; es decir, los valores que imperan en el deporte no sólo hace grandes atletas, sino también grandes personas. La fuerza del final de los Juegos Olímpicos de Tokio llega cargada de simbolismo. En apenas 16 días, el mundo fue capaz de descubrir la esencia de toda una existencia.

La complejidad que supuso la organización de los juegos en medio de una pandemia es inversamente proporcional a la sensación del deber cumplido. Tantas veces se dudó sobre su pertinencia, sin embargo, el Comité Olímpico Internacional se empeñó en mandar un mensaje a la humanidad sobre todo aquello que se pensaba imposible. La clausura, en cierto modo, fue la fiesta del esfuerzo, es decir, el final del camino.

El estadio olímpico de Tokio, que apenas hace unas horas era testigo de las hazañas de los deportistas, los que no tienen límites, una vez más se convirtió en la pantalla del mundo, con su monte Fuji ardiendo en una llama perpetua. Lejos de los tonos sobrios de la inauguración, donde el mensaje tenía que ser otro, la noche encumbraba en las pantallas los momentos que hicieron de estos juegos un homenaje a la perseverancia. En las pantallas, también, estaban los aficionados, en la nueva realidad que supone el mundo virtual.

La noche pronto dio paso a la celebración, los atletas, marcados por su propia historia, desfilaron con sus banderas en alto hasta colocarse en el centro de todo, en un circulo perfecto que no solo representaba el sol que habita eterno en la bandera de Japón, sino cada uno de los aros destinados a unirse. Más alto, más rápido, más fuerte, pero sobre todo más juntos, dictaba el lema de los Juegos. Entonces, como si el espíritu olímpico se liberara del interior de cada uno de los 4600 atletas que aún estaba en Japón y volara como luciérnagas, las luces formaron los Aros Olímpicos en una bella imagen de lo intangible, no sin antes recorrer las gradas vacías, en señal de esperanza de un futuro mejor.

Durante semanas, los deportistas apelaron a su ingenio para darle vida a los Juegos Olímpicos. Eran atletas, pero también aficionados que gritaban y alentaban en la inmensidad de los recintos. Encerrados en la burbuja que suponía la Villa Olímpica, la capital nipona era apenas un lugar imaginario, entonces el comité organizador quiso llevarles un poco de la cultura urbana de Tokio.

Por unos minutos, la explanada del estadio Olímpico se convirtió en un gran parque; es decir, ese lugar donde las diversas formas de la vida conviven sin apenas alterarse. Había malabaristas, hombres y mujeres en bicicleta, balones dominados, y baile, mucho baile y muchos ritmos propuestos por la estridencia de la Tokyo Ska Paradise Orchestra, que en la transición terminaron con las notas del himno a la alegría, como metáfora de un momento sublime. Fue la forma de Tokio de decir gracias, arigato, a unos Juegos Olímpicos que a punto estuvieron de no ser, pero fueron.

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