Por Fernando Hernández de la Rosa y Raúl Mondragón Von Bertrab[1]
“The economy, stupid.”
-James Carville
Ya los griegos y romanos advertían la necesidad de dividir el poder. Siglos llevaría forjar la teoría respectiva –y más aún, la praxis- que el parlamento inglés, los ilustrados franceses y los revolucionarios norteamericanos, influidos todos por John Locke, así como las Naciones Unidas, declararon como derechos fundamentales del hombre y del ciudadano libre e independiente.
Estos antecedentes y lo plasmado al respecto en la Constitución de Cádiz de 1812 se han reflejado en nuestras constituciones y hoy son ley suprema en la nación mexicana.
No obstante, el sistema presidencialista que surgió del generalato posrevolucionario, atenuado brevemente a principios de este siglo pero que ha retomado su fuerza en el presente sexenio, ha dado de facto al Ejecutivo el poder máximo, subordinándose a él y a sus caprichos tanto el Legislativo como el Judicial, anulando el equilibrio de pesos y contrapesos que Montesquieu vislumbró en su Espíritu de las Leyes. Incluso y con inevitable repercusión en la economía, esa autonomía también alcanza de manera conceptual y con idoneidad al poder financiero de los bancos centrales, independientes en algunos países, como la Reserva Federal o “Fed” en Estados Unidos, el Banco Central Europeo o el Banco de Japón. Si bien la Constitución de la República, en su artículo 28, establece la autonomía del banco central, el Banco de México se encuentra en la también en la mira del poder ejecutivo.
“Obedézcase pero no se cumpla”, fue la respuesta de los Virreyes a las normas reales cuya aplicación era contraria al concepto local de Justicia o a los usos y costumbres de algún lugar. Esa frase tan simple ilustra el origen de la corrupción legislativa que nos aqueja como pueblos emanados de la Conquista. Desde ahí nos “acomodamos”, como la Corona al derecho indiano y sus obligaciones naturales, esto es, no exigibles, acomodaticias.
De facto, así han funcionado algunos gobiernos latinoamericanos, con un poder central que lo corrompe todo, muchas veces a instancia de o con la bendición de los Estados Unidos, por así convenir a sus intereses, a su agenda regional. Hoy en día, esos intereses se ven amenazados por los gobiernos que no reconocen porque no comprenden el Estado de derecho y sus componentes, a saber, el Imperio de la ley, la división de poderes, la legalidad de la Administración y los derechos y libertades fundamentales.[2]
La primera condición para desmotivar la corrupción ordinaria en un Estado es promover, instaurar y ver por la saludable división de poderes. En la medida en que el titular del Ejecutivo pretenda someter a su voluntad a los otros poderes, en esa medida promoverá la corrupción que, esa sí, desciende ágilmente por la escalinata popular hasta la base de la pirámide, para eso sí, sabia.
Es sintomático que el Legislativo esté hoy compuesto de una ensalada de personajes de los más variados artes y oficios, cuya diversidad sería encomiable de no ser temerario que actores y deportistas sin técnica legislativa alguna sean los encargados de emitir las leyes que nos rigen a todos los mexicanos.
Es sintomático que muchos jueces sean becarios de lujo y/o veletas atentas al mejor postor, incluyendo al propio Ejecutivo, que no es el caso, hasta donde sabemos, del Juez Juan Pablo Gómez Fierro, quien otorgó la suspensión provisional a quienes cuestionan reformas a la Ley de la Industria Eléctrica que se advirtió, ante la imposibilidad de cuestionarlas en el proceso legislativo, sería cuestionadas por particulares en los tribunales.
Es saludable que los abogados, sus colegios, las facultades de Derecho, nos unamos y pronunciemos nuestro respaldo al Juez Gómez Fierro en defensa de la división de poderes. Es saludable que el Ministro Presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación defienda la autonomía e independencia de sus tribunos como presupuesto de la democracia y del Estado de derecho.
[1] info@shr.com.mx
[2] Díaz, Elías. Estado de Derecho y Sociedad Democrática. 8ª Ed., Taurus Ediciones, S.A., Madrid, 1981, pág. 31