Por Emilio Hill
Klaus Haro es un director, que sabe contener sus historias. En medio de la tensión narrativa, suele crear una atmósfera climática que mueve las emociones del espectador sin abusar ni caer en el exceso. Sobrio, pero efectivo.
Director finlandés, nacido en 1971, la narrativa de sus filmes se desenvuelve en un el escenario que confronta a sus personajes. Los ubica pues, en una suerte de paradoja. Lo anterior lo vimos en El Último Duelo (Miekkailija, Haro, Finlandia,2015), sobre los pesares de un joven campeón de esgrima, que tiene que huir de la Rusia de la década de los cincuenta, y esconderse en una escuela donde enseñará educación física. Pero los fantasmas de su pasado lucharán para perseguirlo y ahí entra la paradoja del personaje principal. Su trayectoria discreta, pero en el fondo heroica.
Y ese es el sino narrativo de El Artista Anónimo (Tuntematon mestari, Filandia,2018). El hombre que debe confrontar su destino, con más discreción que heroísmo. Pero esta circunstancia narrativa es lo que convierte la historia en una epopeya válida, digna de contar. Trayectoria más bien interna que toca las fibras del espectador.
Olavi (Heikki Nouisiainen) es un anciano mezquino que vive de comerciar arte en una modesta galería. Obsesionado con su trabajo, el día se le va en ver catálogos de posibles pinturas que puede comprar para después ganar algo de dinero.
Las cosas marchan con una relativa tranquilidad hasta que un adolescente entra a su negocio y empieza a fisgonear ante la discreta incomodidad del hombre, que se convierte en sorpresa, cuando descubre que es Otto (Amos Brotherus), su nieto de quince años, quien le pide trabajo ya que como labor comunitaria debe reunir ciertos créditos por haber sido descubierto en un pequeño robo.
Olavi se niega, pero la insistencia de su hija, madre del adolescente y a quien no ve hace años y en el fondo la osadía de Otto –quien a la primera oportunidad vende una pintura más cara de su precio original y exige quedarse con la diferencia- lo hacen tomarlo como aprendiz.
En un principio la relación es ríspida, no exenta de ciertos berrinches del joven, obsesivo consumidor de coca colas, y quien a la primera oportunidad avienta puertas enojado ante la increíble tolerancia del hombre. Las cosas cambian cuando surge la oportunidad de comprar una pintura de un artista anónimo que puede valer mucho dinero.
Haro pone otra vez la vida de sus personajes en perspectiva. En el fondo el director ubica la trama no solo en el reencuentro de los dos personajes –nieto y abuelo- que en apariencia son muy diferentes, sino en la oportunidad de reivindicación ante ellos mismos. Sobre todo, en el caso de Olavi, un ruin anciano que no espera nada de la vida como no sea poseer pinturas que luego pueda revender. Otto, tiene su propia trayectoria, en su mezquindad adolescente, descubrirá una necesidad de ser generoso que con discreción desarrolla.
En realidad, el filme no decanta solo por la relación de los dos personajes, sino en un camino de autodescubrimiento en apariencia discreto pero vital para el momento de la vida de los personajes.
Haro nunca se excede en sentimentalismo porque sus personajes carecen de este. El anciano se ahoga en su soledad y ambiciones –último recurso para salir de su patética existencia- y Otto en una asertividad que es reafirmación al mismo tiempo. El director nunca es un fabulador moralista, es tan solo un vehículo para que el público identifique las emociones y circunstancias de los personajes.
En una gran parte el largometraje es un juego de dos, que se completa con la correcta dirección de actores. Por cierto, Heikki Nouisiainen es un primer actor y Brotherus el adolescente se hizo famoso por ser el Billy Elliot en la versión teatral de Finlandia.
Filme discreto que termina por tocar las emociones del espectador. El Artista Anónimo –inexplicable título de la distribuidora en México- va más allá de una simplona relación del tipo: No me deje ir Señor Stark. En medio de blockbusters sin razón, es el estreno de la semana.