Por Emilio Hill
Hay algo que caracteriza a la narrativa hollywoodense: la moral está por encima de cualquier trayectoria o anécdota. Tan es así que, incluso, en la creación del anti héroe en el cine negro o el western sesentero, encontramos este asunto.
La reivindicación ética, prevalece ante cualquier matiz que envuelva a un personaje o filme. Un claro ejemplo es Kramer contra Kramer, novela de Avery Corman escrita en 1977. Y viene a cuento ya que por aquellos años, A.S. Byatt, una autora inglesa publicó una tetralogía literaria de tema feminista: The Frederica Quartet (1978-2002).
El primer ejemplo, tuvo su senda adaptación cinematográfica dirigida por Robert Benton en 1979. Una joven mujer Joanna (Meryl Streep) decide abandonar a su marido, el díscolo Ted (Dustin Hoffman) y a su pequeño hijo Billy (Justin Henry) para poder realizarse. Al inicio del filme, le explica a su crío, que está dormido, que lo ama y que por eso se va. El asunto se complica cuando la mujer regresa para exigir sus derechos maternos.
En el segundo caso las novelas de Byatt, Frederica, el personaje principal, deberá encontrar su plenitud en el marco de una sociedad que la asfixia y no le permite ni siquiera la satisfacción sexual en el marco de los años cincuenta, que es donde inicia la historia.
En Kramer contra Kramer, la justificación por el abandono está presente en el segundo, la búsqueda de la felicidad del personaje femenino no necesita coartada. Ese es el punto.
Y todo esto es importante exponerlo, ya que la moral o mejor dicho moralina, es el sostén principal de la adaptación cinematográfica del filme Miss Bala (Gerardo Naranjo, 2011). Una chica Laura (Stephanie Sygman), quien vive en Tijuana, desea ser reina de belleza. Esto la llevará, por un incidente –una fiesta de narcos- criminal del cual es testigo, a una trayectoria de violencia en medio del universo del crimen organizado.
En la adaptación hollywoodense del mismo nombre Miss Bala: Sin piedad (Catherine Hardwicke, 2019) las adaptaciones parecen de matiz, pero son de fondo: Gina (Gina Rodríguez), es una chica estadounidense de ascendencia mexicana que visita Tijuana para ayudar a su amiga Suzu (Cristina Rodlo) que quiere participar en un concurso de belleza.
A partir de ahí, con fiesta incluida, la chica no solo deberá de luchar por su vida sino salvar a su amiga. Y está de regreso, pues el héroe, en este caso heroína norteamericana. Las motivaciones del personaje siempre serán las del destino manifiesto, una razón superior, que mueve la moral profunda, mejor dicho, moralina estadounidense.
Si en la versión original, el personaje principal resulta más indefenso y víctima de su propia ambición, en la mirada hollywoodense, la virtud y asertividad acompañan al personaje: no puede por principio aspirar a algo tan frívolo como ser reina de belleza y por supuesto hay un empoderamiento en el personaje que la iguala a lo que se ve en filmes como Valiente (Neil Jordan, 2007), protagonizado por Jodie Foster. O bien, en un título más reciente Kidnap (Luis Prieto, 2017) con Halle Berry.
La heroína, de resultado hiperviolento para el consumo de masas, se hace presente en un filme que tiene como premisa en su versión original una trayectoria de denuncia que su adaptación traiciona ya que brilla por su ausencia. Un giro radical, que frivoliza la idea original. Hardwicke es una cineasta mediana que se propone solo cumplir con el encargo.
Eso sí, es obvio, pero no está de más ponerlo, el universo del crimen mexicano, se enfrenta, con sus matices hay que reconocerlo, a la virtud de los agentes gringos. El resultado, se acerca más a un mal episodio de serie policiaca ochentera.
Por ahí aparece Damián Alcázar en el tipo de papeles que tanto le gustan: un jefe policíaco corrupto que recuerda por momentos al Genial Detective Peter Pérez.