Síndrome de Astier,
varios Autores.
Casa Editorial
Abismos,
enero 2021.
Por David Marklimo
Todos lo hemos hecho: entramos al supermercado, por ejemplo, nos da sed y tomamos una botella de agua, seguimos haciendo la compra y -voluntaria o involuntariamente- no pagamos ese producto. Hay quien decide llevarlo más allá y se encapricha con las cucharas, las tazas, los champús de los hoteles. ¿El que sea normal significa que está bien? De acuerdo, todos estos son lo que se puede llamar crímenes blandos, puesto que nadie nunca en un hotel te cobrará la manzana del lobby o el champú del baño. El chileno Roberto Bolaño lo llevó más allá. En una célebre entrevista para la televisión, sostuvo que el mayor arte era robar libros.
Precisamente, en este libro, Síndrome de Astier se le toma la palabra y muestra situaciones donde el robo, hurto es sólo el comienzo de situaciones artísticas. El Síndrome Asteir -mencionado por Víctor Hugo en su obra El último día de un condenado a muerte- puede ser definido como la compulsión aparentemente inofensiva del robo de libros y luego pasa al robo de ideas para escalar a situaciones de mayor perversidad. Los casos aquí revisados van desde el inocente robo de libros a un amante o en una librería, hasta la apropiación de identidades, fotos y recuerdos. ¿Qué tienen en común estas historias? Básicamente que en todas las historias el ladrón está convencido de que no realiza ninguna acción perjudicial y que tiene algún derecho para llevar a cabo su acto. Piensa que parte de ese objeto o identidad en realidad no le pertenece a una persona en específico si no al mundo. Y he allí lo revolucionario y, quizá, el aporte más significativo de este libro.
En este mar de historias, faltan dos muy, muy celebres. En la Escocia victoriana, Alexander Thompson, un “hombre de aspecto lamentable”, según lo describía la prensa de la época, pasó nueve meses en la cárcel por robarse un libro de la Biblioteca Mitchell. Algún sector de la prensa consideraba que el crimen era aborrecible y que el ladrón merecía la horca. Todo ello, en la época de Jack El Destripador. Por supuesto, no hemos cambiado mucho. Recientemente, el embajador mexicano, Ricardo Valero -del que después se supo que estaba aquejado de las secuelas de un tumor cerebral-, entró en la famosa librería de Buenos Aires, El Ateneo, e intentó llevarse un libro de Giacomo Casanova, causando un bochorno más que diplomático. De estos casos, cabe pensar que no es lo mismo robarse un libro de una biblioteca que de una afamada librería. Siguiendo esta línea de pensamiento, cabría argumentar que tampoco es lo mismo ser embajador que ser una persona con “aspecto lamentable”.
Pero la discusión sobre los robos y el arte está incompleta. Al menos en tres sentidos. Primero que nada, es verdad eso de que todo poeta es un ladrón. Cervantes, por ejemplo, no tuvo empacho en usar las historias de caballería para justificar las andanzas del Quijote. El plagio, como se ve aquí, a veces da luz a nuevas obras. El rigor académico, por contra, premia la corrección y hasta se podría decir que ha matado esa tradición que conecta a La Iliada con La Eneida o a Aristóteles con Montesquieu. Otro fenómeno tiene que ver con la tecnología, lo que se llama piratería. El caso Napster llevado a la literatura, pues. Parece, por lo que se ve todos los días, que el robo de libros ya no tiene gracia ni morbo. Unos tipos, genios sin duda alguna de la computación, han escrito un robot en un servicio de mensajería: basta con escribir el nombre del libro y el robot te brinda el enlace para que lo descargues. Peladito y en la boca, pues. ¿Qué pensaría Alexander Thompson de ello? Finalmente, también se debería poner sobre el tapete las groseras condiciones que tanto las editoriales como las grandes librerías ofrecen a los autores de libros. El responsable de que el producto exista es aquel a quien se le recompensa menos. Debe ser la única industria en la que sucede eso. ¿Eso es robo? Puede ser que sí, aunque es motivo de debate. ¿Está bien? A ver qué piensa el lector.
