Por Jesús Michel Narváez
Se entiende pero no es fácil hacerlo.
A Eduardo Clark García Dobarganes, director general digital en el Gobierno de la Ciudad de México, un hombre joven, quizá treintañero –no se identifica a plenitud por el uso correcto del cubrebocas- seguramente no le pasó por la mente que los adultos mayores son –somos, dijo el otro- poco menos que inútiles en el manejo de los celulares.
Por lo menos en mi caso, lo utilizo para hablar, para comunicarme con la gente y a través de WhatsApp chatear con quienes me incluyeron. Leo noticias, columnas, análisis, chismes en ocasiones. Soy usuario de Twitter –aunque me tiene suspendida mi cuenta sin explicación alguna- y eventualmente la calculadora sale a relucir y, por supuesto ¡la lámpara!
Aunque llevo años con el celular –comencé con el clásico tabique hace 35 años- mis capacidades para la cibernética son menos que nulas (pero muy cercanas). Demasiadas aplicaciones. Exceso de cookies. Mensajes que no quiero leer. Ofertas comerciales que o me importan. Todo y más está en el celular.
Por razones personales acudí a una plaza comercial en donde se ubica un centenar de negocios. Para ingresar a una tienda departamental, me exigieron el QR.
¿Y eso con qué se come?, le pregunté a la casi gruñona señorita que me indicó que si no lo tenía no podría entrar a realizar la compra.
Quizá porque habíamos muchos en igual circunstancia, la cancerbera estaba irritada. Conforme avanzaba la fila, el humor negro se le diluyó y se tornó amable.
Empezó a darme instrucciones: tiene que abrir la aplicación de mensajes. Acto seguido marque el 51515 y después ingrese el código del QR que está en ese muro. Ahí se agudizó el problema. Está escrito con “letra chiquita” y la vista no es de águila que digamos.
Tuvo la gentileza de leerlo y darme los números y letras que le asignaron a esa tienda. Lo escribí y lo envié. En segundos me respondieron que estaba certificado.
Es un mini calvario, si usted quiere verlo así. Calvario al fin y al cabo.
Terminada mi compra –que solo fui por una pieza y de pan-, comencé a reflexionar y me pregunté: ¿Y para que rayos sirve el código?
Alguien me explicó que el Gobierno de la Ciudad de México implementó la medida para “detectar quien pudo contagiar a otros” y para darle seguimiento e informar a quienes estuvieron cercano al portador del virus a fin de evitar la propagación.
Ignoro el mecanismo que siguen en la Dirección General Digital, pero a luces vista, es para enterarse de la vida personal de quien se registra. Porque, eso así lo dijeron en un centro de servicio al cliente de la telefónica que se anuncia como propietaria de todo el territorio, los celulares tienen registrados los datos personales: dirección, INE y si me apura, hasta el acta de defunción.
¿Para qué quiere el gobierno capitalino tener esos datos?
Hay que ser mal pensados: para saber de pie cojean… políticamente hablando.
Es cuando se comprende la burlona frase “la pandemia nos cayó como anillo al dedo”.
Si el INE presume de tener la más robusta base de datos, en Morena le están diciendo “hazte a un lado, porque ahí voy”.
Síntesis: control de los ciudadanos.
Y más allá de la reflexión, insisto: adquirir el QR que ordenó el Gobierno que encabeza Claudia Sheinbaum, es un problema para los adultos mayores. Ello, sin duda, no lo sabe el señor Clark.