El banquete Anual
de la Cofradía
de Sepultureros,
Mathias Enard,
Literatura
Random House,
496 páginas
Por David Marklimo
El mundo está paralizado. Una pandemia, que sin llegar a ser la de peste, estremece a los pueblos y desnuda al capitalismo salvaje que privatizó los servicios públicos, un virus que ataca millones de familias sin importarle nada. En medio de la cuarentena y del estado de calamidad existente, nos corresponde ahora promover otro tipo de valores. Así, volver al campo es una tarea urgente frente a la escasez de alimentos sanos. Volver al campo, entonces se ha convertido en un reclamo que llega también del arte, en forma de novela. Mathias Enard, célebre por el premio Goncourt en 2015, retrata a su Francia natal en El banquete anual de la cofradía de sepultureros.
La novela tiene la trama en la que el estudiante David Mazon, aspirante tonto a etnógrafo, más bien, llega a La Pierre Saint Christophe, (una región de marismas en Francia) con el objetivo de convertir a los habitantes y sus costumbres en el material de estudio para su tesis. Mientras supera las incomodidades del mundo rural, David establece contacto con los pintorescos lugareños que frecuentan el café, atestado como no podía ser de otra manera, para entrevistarlos. Los encabeza Martial, el alcalde / enterrador, y el anfitrión del tradicional banquete anual de los miembros de la Cofradía de Sepultureros, una especie de encuentro de todos los enterradores del país. No podríamos decir que Mazon sea una lumbrera, al contrario. Es un tipo no muy listo, que apunta en su diario datos completamente irrelevantes, que parece que no le sirven a nadie más. Pero en el fondo el lector, rápidamente, entiende de qué va el conflicto. ¿Qué significa hoy vivir en el campo? Esta es la pregunta esencial de la novela, deambulamos por los problemas ecológicos y agrarios actuales. Lo trágico es que Mazon, por su carácter de citadino, no se da cuenta de lo que le rodea, de que existen historias que están a su alcance pero que nunca percibe: las narraciones milenarias en boca de los campesinos, la naturaleza que vincula a las personas con los árboles o los animales en un ejercicio que recuerda a la cosmogonía budista.
Vemos aquí, que la vida en el campo francés es curiosa: vinos, quesos -anatema para un francés-, panes y comidas van de la mano de leyendas, canciones y disputas sobre el futuro del oficio funerario. La muerte tiene un peso fundamental en la historia, en la narración, en los porqués de los personajes y en el eje de la novela. La vida, parecen decirnos, sólo tiene sentido si se incorpora a la Muerte. Así a cada vida y a cada muerte se le incorporan las historias y los personajes. Y se representa, en parte, por la conexión del ser humano con la naturaleza, que en los pueblos se siente de otra manera. Se siente más que nunca. El mundo, la muerte, más bien, entonces, puede ser entendida como un destino único, lo que no significa que todos seamos lo mismo. Pero todos atravesamos por eso que llaman compasión, sufrimiento y todos esperamos algo de solidaridad por parte de nuestros semejantes.
Una de las particularidades de la novela es que, al presentarnos la vida en el campo, desfilan una serie de personajes que podrían tener su propia novela. Estamos ante un mosaico, donde las pequeñas historias aspiran a hacerse globales. Pero justamente por ello, uno entiende que, en la vida rural, su atmósfera plagada de pequeños placeres, conocer por sus nombres e historias a todos los que comparten contigo la fiesta es lo común. El cambio de ritmo, de narrador, de tono, de estructura, también nos lleva al cambio de humor y lenguaje. Se nos lleva por las páginas de este libro con suma facilidad, casi sin molestar, manteniendo la esencia y las preguntas base sobre las que se sustenta la novela. Es quizá, una de las obras más ricas, más interesantes, y más estimulantes, que podemos leer hoy en día. Ojalá se den la oportunidad de zambullirse en sus páginas.