Punto de Vista
Por Jesús Michel Narváez
La soberbia, dice el decálogo de pecados mortales, es uno de los mayores que “ofenden a Dios”. Los cristianos lo creen a pie juntillas, aunque lo oculten y mantengan sus actitudes. Hay quienes la soberbia los obnubila y los conduce por el camino equivocado. Llegan a la encrucijada en la que no saben cual camino tomar y simplemente arroja la saliva al aire y por donde se vaya, lo harán en sentido contrario. Porque el viento debe obedecer a las órdenes del amo.
Mantener una postura soberbia, es irritante. Tanto que se contagia y como lapa se pega en la piel de lagarto. Es cuando no hay remedio. Hay que invocar a Freud para desenmarañar lo que se agolpa en el cráneo que, no necesariamente, es materia gris.
Aferrarse a ser el “YO” por encima de todos, no deja de ser la actitud del ignorante. Del que ya siente cómo el agua le sube por las piernas y consciente de que no sabe nadar ni de a muertito, el pánico se apodera y comienza a vociferar sin ton ni son. Bueno, con son sí: el que le marcan los que SON DE LA LOMA.
Un síntoma inequívoco en aquellas personas que se envalentonan frente al levantamiento de los que antes fueron sumisos, es que todo lo que hagan forma parte de un “compló” armado por los grupos de conservadores que, no entienden, no quieren entender, que los “privilegios se acabaron, para ellos, porque para sus amigos, sus familiares, sus esbirros, continúan generándose a manos llenas.
Si el “Iluminado”, como la fiera herida, percibe el olor de la derrota y de que más pronto que tarde sabe que caerá cual res sin oxígeno, toma medidas drásticas. Es capaz de convertirse en caníbal e ingerir su putrefacta carne.
Darse cuenta de que los “salvajes” han despertado y están al acecho de la presa mayor, que durante cuatro años ha mostrado la fiereza sin que nadie se le enfrente, lo hace temblar. Se atropella al gemir. Balbucea en lugar de rugir.
La cala, pues, discernir que no es “el león como lo pintan” que hay manadas que no lo siguen, lo irrespetan y le dan el trato que merece: el del mico cobarde, que chilla y chilla sin derramar lágrimas.
El final se acerca. Y sabe que en la siguiente fiesta no será más el rey. Y escuchara el cántico mortuorio que solamente se presenta los domingos en los funerales masivos. No, no se trata de ser el niño en el bautizo, el novio en la boda. Es la vivencia a la que no quería llegar.
Por eso gime en lugar de rugir. Y ataca a todos aquellos que decidieron formar sus grupos, sus mandas, sus familias para defenderse de las arbitrariedades cometidas en los cuatro años en los que destruyó las selvas, los manglares, los mares, la tierra, los cielos.
En todos los ámbitos pintó de verde olivo o de azul marino, los espacios formando una sabana sin distinción… borró los colores. Dejó todo para un selecto grupo que cada día lo mangonea más y le exige cuentas, sumisión. Y él obedece. Les rinde homenaje. Los aplaude. Les agradece estar a su lado y seguir siendo leales para enfrentar a los que el próximo domingo lo atacarán ferozmente.
Por eso se lanza con todo y contra todos. Les grita. Los difama, Los ofende. Los quiere enviar a las trampas de las que no saldrán sin ayuda.
Le cala que dejen de obedecerlo. Y saca a colación a todos los que ha ayudado y les ordena no abandonarlo ahora. Porque su palabra, su gemido, no su rugido, no se apagará por la presencia de millones de seres que lo aborrecen.
Le cala.
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