*La Guerra de Lodo Empieza en las mañaneras
*Seguir los Pasos de Hitler, una Mala Decisión
*Al Presidente le Falta Saber que la Gloria Pasa
POR EZEQUIEL GAYTÁN
La política tiene varias características que determinan su nivel de calidad. Algunas de las singularidades de la alta política son el debate constructivo y respetuoso, el aseo y cuidado de las formas, la orientación y sentido del discurso, el respeto al disenso, la inclusión equilibrada de las minorías y el gobierno de las mayorías. Los políticos son los responsables de hacer de la política una virtud y, en una democracia, cuando esos políticos son los gobernantes se les exige, en nombre de la sociedad, visión de Estado, conocimiento de la historia y mantener la unidad de la nación. Sobre todo, porque la política es arbitraje entre las partes en conflicto, conciliación y acuerdos. De ahí que la política es una de las mejores creaciones humanas cuando es entendida como emblema del derrotero pedagógico del civismo, la civilización y la cultura.
Los buenos gobernantes tienden a priorizar su atención en ciertos grupos de la sociedad, por ejemplo, los pobres, los indígenas o las mujeres, pero no marginan a los restantes sectores y mucho menos los excluyen y confrontan. De hecho, esa prioridad se centra en presupuestos focalizados en algunos programas, pero de ninguna manera promueven la lucha entre las diversas clases socioeconómicas que integran a la nación.
Empero, la historia registra casos de gobernantes que tomaron partido por determinados grupos sociales y señalamientos plagados de estigmas. Tal es el caso de Adolfo Hitler quien señaló y acusó a los judíos, gitanos y homosexuales de los problemas de la Alemania de los años treinta del siglo pasado y promovió la supremacía de una raza aria sobre las otras. Ese odio entre alemanes y el resentimiento social pareció ser una fórmula exitosa como principio de reconstrucción. Sin embargo, todos sabemos cómo acabó esa división entre grupos y clases sociales.
Cuando un gobernante, como es el caso del presidente de la República y en estos momentos el político más importante de la nación, organiza una marcha a su favor y en contra de una manifestación que se pronunció a favor de la democracia y de una de sus instituciones más confiables como es el caso del Instituto Nacional Electoral (INE), demuestra su verdadera estatura. La de un revanchista que cree que la política es demostrar “músculo” mediante el acarreo y manipulación de las masas. Es llevar la política a un reduccionismo al absurdo. Léase, a un juego de vencidas.
Que un político se maree debido a los encantos del poder es un hecho que sabemos existe desde hace siglos, de ahí que los romanos acostumbraban a tener un esclavo que se ponía a las espaldas del general triunfador cuando desfilaba y le repetía constantemente dos frases fundamentales “recuerda que toda gloria es pasajera” y “recuerda que eres humano”. En otras palabras, es fácil que un político pierda piso, se sienta indispensable, sabio y el dueño de la razón y la moral pública.
Un hombre con la ambición por el poder, como es el caso de nuestro presidente que no está dispuesto a perderlo al final de su gestión, como lo ha demostrado en los hechos, y está decidido a extralimitase en sus funciones administrativas y jurídicas, entre las que ahora destaca su “marcha del desagravio a la bandera versión 2.0” como lo hiciera la administración de Gustavo Díaz Ordaz en 1968 que estuvo repleta de acarreados, a fin de demostrar que él es quien manda, me lleva a la conclusión de que nuestro primer mandatario ha llevado a la política a niveles de desaseo impropios de un jefe de Estado.
Desde la silla del águila se están tomando decisiones que deterioran la buena calidad de la política en nuestro país. El debate es nulo con los partidos políticos, con las asociaciones civiles y con las organizaciones críticas al gobierno la relación es lejana. El desaseo y la suciedad son símbolo de una guerra de lodo que desde las conferencias mañaneras empieza y además de ser escatológicas son desgastantes. El rumbo de la llamada cuarta transformación es un misterio debido a la falta conceptual que la defina. El respeto al disenso, la inclusión equilibrada a las minorías y el gobierno de las mayorías es prácticamente inexistente, peor aún, el cinismo y la sobredosis de monopolizar la idea democrática de que ellos son diferentes ya es grotesca.
La calidad de la política es tan burda que ya arrastró a la oposición a un debate de bufones y ya sumergió a muchas organizaciones no gubernamentales a la nada. El nihilismo y la incertidumbre reinan la cotidianidad junto con la desconfianza. Y lo que es peor, con síntomas de una sociedad fragmentada y con tendencias a la desunión. La intentona gubernamental consciente o inconsciente de dividir a los mexicanos es uno de los peores escenarios que se avecinan y es a todas luces condenable.
Las condenas gubernamentales hacia los medios de comunicación escritos son sistemáticas, pero afortunadamente en lo general no aplacamos nuestras plumas. De ahí su tiranía por señalar a escritores e intelectuales que es otro síndrome de la baja calidad de la vida política nacional nacida desde el Palacio Nacional.
En síntesis, estamos viviendo tiempos de reduccionismo político al absurdo. Desde la institución presidencial se ha perdido toda proporción respecto al decoro, el justo medio y la conciliación de intereses. Es un pobre juego de “todo o nada”, o si prefiere “o mía o de ninguno” lo que represente el fin de la alta política y el inicio de la barbarie.