RAÚL MONDRAGÓN von BERTRAB
“El Rechazo se impuso en las 16 regiones, y en todas excepto ocho comunas del país. El Rechazo ganó en Vitacura y en La Pintana, en Putre y Cabo de Hornos, en Quintero y en Petorca, en Tirúa y en Recoleta. Ganó en las comunas más pobres y las más ricas, en las zonas de sacrificio y las de mayor población indígena. El Rechazo ganó hasta en las cárceles.”
–Daniel Matamala, Ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario, La Tercera
El pasado 4 de septiembre Chile votó y rechazó un adefesio de proyecto de nueva constitución. Tras un estallido social masivo, entre octubre de 2019 y marzo de 2020, que puso y pone en jaque a las instituciones y que permitió la llegada al poder de la izquierda millennial, el voto de castigo, el malestar “contra el gobierno, contra la inseguridad, contra la inflación, contra el texto constitucional, contra los convencionales, y contra el poder en general”, le dio la espalda a la improvisación de un grupo de imberbes que recurren ahora a la experiencia y han hecho ajustes, forzados, de gabinete.
Es innegable que un respiro subió por el continente, asolado por una izquierda que basada en dádivas y en demagogia se va haciendo de los poderes, minándolos o cebándolos. Pero Chile es más distinto que parecido a Argentina, a México -con quien se entiende y a quien admira por cuestiones de volumen-, a Colombia, a El Salvador. Chile es una excepción y Mario Vargas Llosa lo ha señalado por décadas:
El de Chile es un caso único en la historia de América Latina, y un caso único porque una dictadura militar como era la de Pinochet tuvo éxitos económicos. Permitió que unos economistas liberales hicieran unas reformas bien concebidas y que funcionaran. Me alegro mucho por Chile, que es un país que yo menciono siempre. Pero es un ejemplo que tenemos que citar haciendo toda clase de advertencias; y la primera y fundamental es que, para un liberal, una dictadura no es nunca, en ningún caso, justificable. Esto es muy importante decirlo y repetirlo. Ahí hubo un accidente bienhechor: qué suerte para Chile. Pero hay muchos latinoamericanos que quieren convertir ese accidente en un modelo, y todavía nos repiten que lo que nos hace falta para desarrollarnos es un Pinochet. En buena parte, la popularidad de Fujimori se debió a que muchos vieron en él el Pinochet peruano.
Uno ha sido de esos latinoamericanos que han imaginado soluciones radicales para nuestros países. Cada vez lo hago menos. Hay una complejidad que empieza por la división ideológica y la desigualdad socioeconómica. Son muchos ya los diferentes que siempre van a remar distinto. No es la herencia hispánica la gran culpable, como hemos señalado los dedicados al derecho, porque España es la “historia feliz de los tiempos modernos”. Una “inmensa mayoría de los españoles, de muy distintas convicciones políticas” -citando de nuevo a Vargas Llosa- fueron capaces de actuar con civilidad, “estableciendo justamente ese denominador común que hace que las instituciones funcionen y que un país crezca.” En Latinoamérica no hay, no ha habido nunca y nunca habrá ese denominador común.
Por eso el Rechazo en Chile tiene tanta relevancia. Porque podría parecer un atisbo -que no lo es- de ese “denominador común”, al menos en la inteligencia de rechazar el sinsentido evidente, en comulgar al menos en el sentido común. Sin embargo, la explicación es cultural: Chile ha ejercido siempre la ciudadanía participativa y en esta ocasión, una inmensa mayoría de los chilenos leyó a consciencia la propuesta de nueva constitución y advirtió, en su texto de resaca postestallido, más problemas que soluciones.
La cultura, advierte el Nobel, “defiende contra la demagogia, defiende contra la equivocación terrible de elegir mal en unas elecciones. En este campo, por desgracia, no se hace casi nada; y quizás debería decir, con un sentido de autocrítica, que no hacemos casi nada. Estos institutos liberales tan útiles, tan idealistas… y sin embargo la cultura es la menor de sus prioridades. Ése es un error, un gravísimo error. La cultura es fundamental, porque la cultura ayuda a crear esos consensos que han permitido florecer a España y a Chile.”
La única solución de fondo es pues la educación. Y en estos países donde el magisterio es botín, la ignorancia es aliada y el cambio es cortoplacista, una reforma educativa radical, que presupone un pacto de fondo y de largo plazo, es hoy impensable.
Por qué en América Latina no hay un clima como el que permitió a España dar el salto hacia la modernidad civilizada, se pregunta el escribidor. “¿Por qué nuestros intentos de modernización una y otra vez fracasan? Creo que la idea del desarrollo, del progreso de la civilización, tiene que ser simultáneamente económica, política, cultural y, aquí empleo una palabra que a muchos va a pararles las orejas, ética o moral. En América Latina, la inmensa mayoría de la gente tiene una falta total de confianza en las instituciones, y esta es una de las razones por las que nuestras instituciones fracasan. Las instituciones no pueden funcionar en un país si la gente no cree en ellas; si, por el contrario, las ve con una desconfianza fundamental y no las considera una garantía de seguridad, de justicia, sino exactamente de todo lo contrario.”
Dos anécdotas son ilustrativas: una del mismo escritor que cuenta cómo, después de un tiempo de vivir en Inglaterra, de pronto se dio cuenta de que le ocurría algo curioso, y es que ya no se ponía nervioso cuando se cruzaba con un policía. Hasta entonces, siempre le había pasado que, frente a un policía, sentía cierto nerviosismo, “como si ese policía de alguna manera representara potencialmente un peligro.”
Otra, que quizá he compartido antes en este espacio, de mi señora, chilena, que en un chat de embarazadas advertía la diferencia con la que una mexicana y una argentina respondían, cuando aseguró que, en Chile, al infante se le enseña a ver al policía, al carabinero, como fuente de ayuda y protección, como alguien a quien acercarse. Las otras madres, sin vacilar, le aseguraron que lo primero que le enseñarían a sus hijos, al ver a un policía, sería a darse la vuelta y evitarlo a toda costa.
I rest my case. Nada más que decir.