Por Silvestre Villegas Revueltas
Allá por inicios de 1983 el caricaturista Abel Quezada dibujó una viñeta donde estaban los expresidentes Echeverría y López Portillo con expresión de orates y tambaleándose como en una borrachera, no de alcohol sino de poder. La segunda viñeta representaba al novel presidente Miguel de la Madrid, dubitativo y sosteniendo un matraz que decía “Poder. Bébase con moderación”. Semejante dilema le ha quitado el sueño a muchos presidentes durante la construcción del estado mexicano entre los siglos XIX y XXI, ha provocado en su respectivo tiempo violentos golpes armados y siempre ha sido una tentación para los presidentes mexicanos que, cuasi emperadores en el veinte, la cosquilla de seguir en el poder la padecieron entre otros Miguel Alemán y Carlos Salinas de Gortari. Hoy en día y desde el inicio de su gestión, los odiadores de AMLO han repetido que el presidente quiere perpetuarse en el poder, no en la manera de sucesivas reelecciones que AFORTUNADAMENTE la Constitución lo prohíbe, sino tras bambalinas. Ello se ha fortalecido por las innecesarias declaraciones presidenciales acerca de que en su testamento, López Obrador agregó unos párrafos sobre el sentido de su proyecto de transformación para el país, genéricamente llamado y conocido en el chacoteo de la comentocracia como un “testamento político”.
Seguramente el poder es una bebida muy afrodisiaca, desconocida para mi en la potencia utilizada por políticos y empresarios mexicanos, porque es una realidad en nuestro país y en otros estados nacionales, que los jefes de gobierno quieran influir en que los sucesores comulguen con sus ideas, proyectos modernizadores o para que encubran sus rapacidades. Como historiador me vienen a la mente algunos casos mexicanos que demuestran la propensión de los presidentes para eternizarse. En los años de 1800 tres fueron los ejecutivos que por su poder la historiografía les construyó unos nombres que reflejan un determinado tiempo histórico, esto es: el santannismo, el juarismo y el porfiriato. Don Antonio López de Santa Anna redactó un pliego, donde nombraba a un triunvirato para que, como presidencia colegiada, asumiera el poder mientras él huía del país en agosto de 1855 resultado del triunfo de la Revolución de Ayutla. Don Benito no le permitió a Jesús González Ortega, presidente de la Corte de Justicia, asumir la presidencia interina el 1° de diciembre de 1865, alegando junto con Sebastián Lerdo de Tejada una serie de argumentos legaloides, tensar en extremo lo que establecía la Constitución e interpretar a su modo la forma como se estaba desarrollando la invasión francesa en México. Al episodio se le llamó el golpe de estado de Juárez y solamente salió de la presidencia debido al infarto cardiaco que le sucedió en 1872. En cuanto a don Porfis, su error mayúsculo fue no retirarse de la presidencia en 1908 como se lo afirmó al periodista estadounidense Creelman. Peor y como se lo hicieron notar sus propios allegados, imponer de vicepresidente a Ramón Corral, que no tenía la estatura e independencia de miras dentro del gabinete porfiriano como sí lo traslucían, que no ostentaban, el general Bernardo Reyes y José Ives Limantour. Esto es la idea de eternizarse en el poder y manejar al sucesor.
Ya en el siglo XX la cosa se puso muy violenta, la candidatura del ingeniero Bonillas le costó la vida a Venustiano Carranza; la reelección de Álvaro Obregón terminó en su magnicidio. Plutarco Elías Calles en su cuarto informe de gobierno leyó un testamento político que se materializó en el famoso Maximato; “el turco” impuso a cuatro presidentes. Quitó a dos y el último, Lázaro Cárdenas, lo mandó al exilio junto con sus allegados más próximos porque el presidencialismo mexicano que se estaba construyendo no permitía, ni permite hoy en día, que el jefe del Ejecutivo tenga una sombra que entorpezca sus facultades constitucionales y sus proyectos cardinales. Lo anterior no quiere decir que actúe en solitario, ni como monarca absoluto. Porque como lo han señalado los estudiosos del sistema político mexicano y del priismo en particular, el Presidente de la República aunque muy poderoso, negoció con los otros poderes políticos, con los diversos intereses estatales y con los afanes de la iniciativa privada; el poder presidencial salpicaba en sus beneficios inclusive a sus contrarios, mientras no fueran enemigos declarados. Ello se rompió a partir de la presidencia de De la Madrid cuando comenzó a fomentarse, aupar y beneficiar de manera inmensa a un solo grupo de agraciados.
Toda esta realidad descrita, que aunque incompleta y posiblemente parcial, da una idea de algo terrible para el siglo XX-XXI: el poder corrompió a la clase política mexicana y al empresariado, para que los presidentes pudieran gobernar como lo hicieron en los pasados 100 años: imponer su respectivo proyecto de país. Cárdenas, Alemán, Echeverría y Salinas de Gortari genuinamente lo implementaron, pero los sucesores inmediatos cargaron con los excesos de la megalomanía. En cuanto a López Obrador, y si se quiere hacer un análisis desapasionado en medio de la crispación política que todo lo nubla, como lo ha señalado el columnista Ricardo Raphael, convendrá que la original transformación ideada por el presidente se acabó a mediados del 2020, por todo lo que ha estado produciéndose a resultas de la pandemia generada por el Covid en los planos de la economía, de la integridad familiar, de los problemas educativos y de la salud pública entre otros temas.