*Peligroso y una Máscara de Buenos Para los Gobernantes
*También de que son Generosos y Amantes del Pueblo
*Monopolizar el Poder, la Moral y Justificar la Perversidad
*Personas con Poder que Recurren a la Crueldad en Nombre de una Ideología
Por Ezequiel Gaytán
Uno de los temas que filósofos, juristas, científicos sociales, teólogos y la gente en general nos cuestionamos es el asunto del bien y el mal. Se trata de una historia conocida desde los principios de las sociedades y cuyas respuestas las encontramos en los planos social, ético, moral, metafísico, jurídico, político y religioso.
El bien y el mal son ideas intrínsicamente unidas en aspectos fundamentales como la libertad, el sentido de la existencia y, por supuesto conciencia e inconciencia. Se trata de abstracciones, así como de lo fáctico en la búsqueda y la lucha del triunfo del bien sobre el mal, individual y socialmente, en la isla de Utopía.
La política tiende a representar la idea del “bien común” como la finalidad del Estado y, a partir de ahí, enfrenta la persistente lucha en contra de los males, tales como el crimen, la esclavitud, el racismo, la corrupción o la violación a los Derechos Humanos. Pero, rápidamente nos damos cuenta de que el tema es axiológico y como tal relativo. Así, pues, al mal se le representa como un obstáculo y un problema de muy difícil solución. De ahí que, si la razón de ser del Estado es el bien común, en la sociedad estamos aceptando tácitamente que éste es acechado por amenazas internas y externas y corresponde al gobierno actuar en consecuencia. Lo cual significa crear leyes que, además de proteger y defender a la sociedad, procuren el desarrollo material y espiritual.
Por lo anterior en la vida moderna aceptamos, sin grandes elucubraciones, que el Estado representa al bien, la ley y el orden y el crimen personifica al mal. Razonablemente, las instituciones del Estado son benignas y las organizaciones clandestinas, así como ciertas personas, son malignas. Con lo cual, en lo general estamos de acuerdo. Aunque bajo ciertas circunstancias cerramos los ojos y le damos al Estado el beneplácito de que actúe bajo el manto del mal; si acaso el beneficio es en favor de las mayorías.
Es entonces cuando el Estado entra en los terrenos pantanosos de la banalización del mal. Lo cual es subjetivo, peligroso y puede enmascarar a los gobernantes de buenos, generosos y amantes del pueblo. A partir de ahí, se desata una feria de vanidades con intenciones destructivas contra toda forma diferente de pensar, pues monopoliza el poder y la moral y, con ellos, justifica la perversidad. Aún más, la ponerología o estudio del mal explica que desde una visión multi e interdisciplinaria la maldad en un gobierno empieza con agresiones verbales y termina, en los hechos, configurando un Estado policial o autoritario.
Banalizar el mal es un tema que han tratado psicólogos, sociólogos y filósofos. De hecho, la pensadora Hannah Arendt lo expresa en términos de que se trata de personas con poder que recurren a la crueldad sin ninguna compasión en nombre de una ideología. Saben que están llevando a la sociedad a extremos, pero simplemente encuentran el modo de justificarse. Por lo mismo la relevancia de las decisiones políticas y su banalización debe seguir siendo objeto de estudio, ya que la relatividad del bien y del mal en la política es observable y, en muchas ocasiones, condenable.
No hubo que esperar al juicio de la historia para criticar lo acontecido el 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco. Muchos mexicanos e intelectuales condenaron los hechos al día siguiente y muchos aduladores al régimen los banalizaron con expresiones tales como “no fueron más de treinta muertos” o “la imagen y el prestigio de México estaban en riesgo”.
La sumisión a la autoridad y, simultáneamente, la autoridad que somete a sus colaboradores invocando una ideología de obediencia ciega es una relación dialéctica que se retroalimenta y acaba por engendrar camarillas que en su involucramiento pierden de vista a la realidad. Es un fenómeno que fusiona ambiciones personales, resentimientos sociales, vanidades y falta de autocrítica; finalmente, inventa, estigmatiza y señala enemigos que deben ser destruidos.
Cuando un gobierno electo democráticamente califica de enemigos a quienes piensan diferente o lo critican a fin de que mejore, ese gobierno se aleja de la democracia y se acerca a lo fútil de la otredad. Lo cual es peligroso. La banalización del mal es un hecho psicológico y sociológico que encontramos en toda la historia de la humanidad y, por lo mismo, la condición humana no está exenta de perderse en el fenómeno.
Hay corrientes de pensamiento que sostienen que el concepto es aplicable a personas y a gobiernos, otras argumentan que sólo es a gobiernos. Pero esa discusión no es el tema de este ensayo. Lo que preocupa es cuando un gobierno define lo moral y, a partir de su visión unidimensional, altera datos, falsea los hechos, minimiza lo que no le conviene y acusa sin pruebas. Con ello, configura un Estado de temor y sumisión que termina por señalar, imputar y prejuzgar contra toda lógica del Estado de Derecho. Aún más, es común que las leyes, cuando se banaliza el mal desde el gobierno, se subordinen a los propósitos del régimen y no sean éstas las que procuren e impartan justicia, sino el poder omnímodo de un solo hombre.
Cuando un gobierno trivializa sus errores y los frivoliza en términos de “error de procedimiento administrativo” o “en el pasado era peor”, lo que está haciendo es reconocer su incapacidad de poner en orden al andamiaje institucional, pues la nueva burocracia dorada llegó con un “quítate tú, para ponerme yo, porque yo soy diferente”. En otras palabras, el cinismo de argumentar con frases hechas, la hipocresía envuelta en ansias personales de poder y la justificación de la banalización son escalables y, por lo mismo, peligrosas en términos éticos y con consecuencias violentas a la postre.
Cuando un sistema burocrático se centraliza y prácticamente todas las decisiones se toman en la cúspide, se desencadena una falta de reflexión de los servidores públicos y, por lo mismo, actúan como autómatas al obedecer órdenes e indicaciones sin más sentido que el de la satisfacción de los mandos superiores o el del mando único. Consecuentemente, la banalización se expande como un cáncer en las instituciones y termina por justificarse, no sólo en términos ideológicos, sino pragmáticos. Lo cual también es una forma de corrupción.
El bien y el mal, lo sabemos, están presentes en nuestra cotidianidad. En las decisiones que tomamos y, sobre todo en las consecuencias. Lo cual se magnifica en términos de los asuntos de Estado. Como sea, el Estado es un bien necesario y útil a la sociedad, su razón de ser es protegernos y defendernos, para lo cual se personifica en el gobierno. El problema surge cuando desde el gobierno se fusionan intencionalmente los conceptos. Es decir, todo lo que hace el gobierno lo considera un asunto de Estado y sus razones las justifica sin más punto de referencia que su única forma de ver, pensar e interpretar al país y al mundo, lo cual es peligroso por los riesgos de sus decisiones, sus consecuencias y la banalización del mal en el nombre de su ideología.