Por Raúl Mondragón Von Bertrab
A finales de la década de 1980, Joseph Nye acuñó la idea del soft power que podemos traducir también y quizá con más exactitud como “poder blando”, esto es, el acercamiento persuasivo a las relaciones internacionales que implica típicamente el uso de influencia económica o cultural, para avanzar los intereses de una nación en el concierto mundial, en contraposición al tradicional uso coercitivo de la fuerza militar del que se han valido los imperios para lograr lo anterior.
Nye, no solo un reconocido geopolitólogo estadounidense, sino también profesor de la Escuela de Gobierno Kennedy de la Universidad de Harvard y desarrollador la teoría del neoliberalismo de las relaciones internacionales, llevó la noción del poder blando hacia un poder “inteligente”, al combinar aquel estratégicamente con el poder “duro” o tradicional, idea que halló eco en las administraciones de Clinton, primero, y de Obama, más recientemente, para ser claramente olvidada en la era Trump. Seguramente, Biden retomará esta estrategia, que a pesar de parecer implicar un esfuerzo elaborado y sostenido en un lapso de tiempo extendido, ha sido simplificado por el propio Nye, quien asegura que el poder blando no es otra cosa que la facultad de atraer, el atractivo, digamos, de un país, que se manifiesta con su cultura y sus valores como diferenciadores ante el mundo, por lo que considera que este poder puede perderse o recuperarse con relativa rapidez, siendo pues un elemento volátil.
Como ejemplo de la fragilidad del poder blando cita a la Unión Soviética tras la Segunda Guerra Mundial, país que se había vuelto muy atractivo para Europa, al oponerse al fascismo de Hitler y Mussolini. En aquella época, en las elecciones en Italia y en Francia los comunistas lograban cifras muy representativas. Sin embargo, la represión soviética y el desarrollo de la situación en Hungría desde su ocupación, desnudó ante el mundo a ese régimen y termino por erosionar su soft power.
No obstante tal volatilidad y si bien las políticas públicas cambian con las administraciones, la cultura y los valores prevalecen, por lo que la renovación constante del poder blando de una nación es factible.
La cosmopolita publicación bimestral Monocle, recibió este año con su encuesta anual sobre poder blando, encabezada naturalmente por Alemania, que con la consistencia del sólido liderazgo de Angela Merkel durante 15 años estableció el estándar alemán de diplomacia inteligente y sensible. Como valores que han perdurado desde la segunda mitad del siglo pasado, los alemanes descansan en su justicia y eficiencia inherentes para exportar confianza. En las métricas de la encuesta, destacan las 150 embajadas que alberga, los $23.8 billones de dólares estadounidenses que gastó el año pasado en ayuda exterior, sus destacados futbolistas y su Goethe-Institut.
Le siguen en el top ten la entretenida e innovadora Corea del Sur, la Francia eterna, el persistente Japón, Taiwán, Nueva Zelanda, Suecia, Grecia, Canadá. Y da gusto que lo digno de mencionarse quedé ahí, porque una lista exhaustiva posicionaría a México, cuyo natural poder blando cultural ha trascendido nuestras fronteras, en el bottom ten.
Si bien nuestra música, el tequila, los charros mexicanos, nuestra inagotable gastronomía vital, la querencia guadalupana, entre tantas otras tradiciones, nos deberían permitir ser optimistas, la persistente corrupción, el pujante narcotráfico, la cerrazón tecnológica y la desinstitucionalización estatal, por citar algunos de los males que nos asolan, hacen difícil pensar en remontar en un futuro cercano.
La mofa de que ha sido objeto la inauguración de una pista aérea en el Aeropuerto Internacional General Felipe Ángeles, cuando se compara este último con el proyecto de Norman Foster, es preocupante por muchas razones. La base aérea militar tornada puerta de entrada al país. La operación del aeropuerto usual a cargo de la Guardia Nacional, con efectivos de esta fuerza, escucho en la radio, tomando la temperatura a los pasajeros bajo el protocolo pandémico.
El proteccionismo postrevolucionario que encerró y sobreprotegió a la economía mexicana casi cuarenta años, concluía en 1985 cuando el gobierno inició la liberalización del régimen de importaciones. El mercado cautivo dio paso a la apertura comercial que culminó con la firma del Tratado de Libre Comercio para América del Norte (TLCAN), cuyas negociaciones iniciaron en 1991, año en el que el Mexican Soft Power sumó la belleza de la Miss Universo Lupita Jones.
Si bien el cambio de siglo representó altibajos para el poder blando mexicano, la tendencia sí fue de consolidación, de lo cual el Mexican Investment Board (MIB) y ProMéxico, otro desaparecido de este gobierno, son claros ejemplos. La reciente historia la conocemos todos y hoy la sufrimos en el peor momento. La verdadera transformación que parece seguir a la Independencia, a la Reforma y a la Revolución Mexicanas, apunta a ser la Involución Mexicana.