Woody Allen, a
Propósito de Nada,
Alianza Editorial,
Madrid, 2020.440 páginas
Por David Marklimo
No hay duda de que Woody Allen (Allan Stewart Konigsberg) es un genio. Basta con ver Annie Hall o Bullets over Broadway para darse cuenta de ello. También, y esto es ya de dominio público, Allen es un personaje muy controvertido por lo que ha sucedido fuera de sus películas, en su vida privada. Justamente, para explicar eso, Allen ha publicado su autobiografía, A propósito de nada, lo que da pie a mirar de cerca su obra, su contexto y, por supuesto, acercarse a lo que ocurre dentro de su cabeza.
De la obra, llaman la atención algunas cosas. Primero que nada, a diferencia de sus películas, Woody no nos da detalle de sus tópicos favoritos (por tópicos hay que entender los conceptos sobre los que está basado su humor): el judaísmo, la religión, dios, el psicoanálisis, Nueva York, el jazz y la hipocondría. Dado que, en el fondo, lo que se pretende es un argumento contra aquellos que lo consideran también un monstruo, Allen nos presenta su gusto por el sexo bajo un pudoroso -y prudente- velo. Derivado de esto, si hay pasajes enteros donde narra el tipo de vinculación que tuvo con las actrices Stacey Nelkin y Mariel Hemingway, que eran muy jóvenes cuando trabajó con ellas. En este aspecto, en alguna reciente entrevista, ha ido un poco más lejos y ha declarado que en toda su carrera, “en más de 50 años, ni una sola actriz o miembro de uno de mis equipos ha dicho una sola palabra negativa sobre mí. No he recibido una sola acusación de discriminación o de acoso de cualquier tipo”.
Otro aspecto interesante, es cómo se ve así mismo. Y la imagen privada es distinta de la mirada pública: Allen niega no sólo ser un intelectual, sino también un hombre de gran cultura. Incluso, llega a darnos una lista de grandes libros que nunca ha leído y que, parece, no le interesa leer. Es tremendamente crítico con su labor como director, negando incluso que sea un grande del cine. Esa categoría está reservada a tipos como Bergman -por supuesto-, Fellini, Truffaut, De Sica, Antonioni o Buñuel. En comparación con ellos, sus películas son menores y mediocres.
¿Entonces, por qué decimos que no hay duda de que Allen es un genio si él no se ve de esa forma? Evidentemente, aquí hay materia para el debate, pero diríamos que tiene que ver con la sensibilidad y la simpleza con la que es capaz de mostrarnos su visión del mundo. Por encima de todo, Woody Allen cree en el lenguaje. Sus palabras son ligeras, joviales, que dan pie a la comparación. Las frases se suceden una detrás de otra, pareciendo que van en una dirección para cambiar al final. Ironía, se llama. Así, podemos observar una gran particularidad: por encima del cine está la palabra escrita, la literatura o el teatro, la superioridad del guion. Podríamos decir, entonces, que su labor como director se limita a pedirle a un actor o a una actriz que interprete exactamente lo que está escrito en el papel. Actores y actrices quedan reducidos a meros peones del guionista.
Su carrera y su vida han estado llenas de buenos peones: Mickey Rose, Marshall Brickman, los actores y actrices con los que trabajó, Jean Doumanian, Louise Lasser, Juliet Taylor (su eterna directora de casting), Tony Roberts y Diane Keaton, su ex pareja y ahora confidente. Pero no puede huir de la espesa sombra que lo persigue desde hace 30 años y, siguiendo esa lógica, siempre hay dos villanos que escapan a lo que se desea. En este caso, no hay duda de quienes son: la actriz Mia Farrow su ex pareja, y el juez Wilk, que lo sentó en el banquillo de los acusados.
Estos dos personajes son los que dan sentido al texto, puesto que Allen parece tener la intención de explicar el interés en el desdichado episodio de la acusación de abuso sexual perpetrado sobre Dylan, la hija de Allen y Farrow. Dedica más de cien páginas -de un total de 440- al caso con dolor, asombro, ira, enojo y calma. Da voces a otros: los investigadores, los médicos, los jueces, los testigos. Sobrevienen, entonces, los grandes debates sobre Allen: ¿por qué no escuchamos su voz? El silencio, siempre, levanta dudas. ¿Si hubo Justicia, por qué no hay Verdad? ¿Suplantan los medios a los tribunales? ¿Debe el arte estar ligado al artista? ¿Es posible separarlo?