Pequeñas Mujeres Rojas,
Marta Sanz. Narrativa.
Anagrama, 2020.
344 páginas
Por David Marklimo
Es difícil hablar con los muertos, máxime si uno está en el mundo de los vivos. Pedro Páramo logra hacerlo porque está muerto (bueno, no sabe que está muerto y tampoco sabe que está hablando con los muertos), pero más allá de él se conocen pocos casos en la literatura en donde un personaje logre hacerlo de forma tan precisa y real. La española Marta Sanz ejecuta este ejercicio en una pequeña obra maestra, Pequeñas Mujeres Rojas. Ahí, una inspectora de Hacienda, Paula, acude a un pueblo para desenterrar huesos, los que aún ocultan las fosas de la Guerra Civil Española. Abrir las fosas es un acto doloroso: por una parte, implica el que no sabrás quién está allí abajo y, por tanto, no podrás dar tranquilidad a quienes creen que su familiar está ahí. Es lo que, por ejemplo, ha alegado la familia de Federico García Lorca -quizá el desparecido más célebre del franquismo- para evitar que se lleven a cabo más excavaciones en el páramo granadino donde la leyenda sitúa el cadáver del poeta.
Abrir las fosas también implica revolver el lodo sobre el que algunos construyeron su reputación, su fama, su riqueza, sus sueños y su grandeza. El acto mismo de abrir una fosa clandestina es trágico, una forma de decir que, si no estamos llegando al infierno, estamos cerca; es decir, en la Comala de Rulfo, donde todos están muertos sin saberlo.
Sanz nos presenta una prosa elegante para una novela preciosa: tramas cruzadas, ritmo pausado y desgarrador, discurso persistente, personajes conmovedores. Una historia impregnada de reflexiones sobre la memoria histórica y la violencia contra las mujeres. Se nos muestra un sistema de ingeniera extraordinario: plantea una aproximación bella y extrema al lenguaje para visibilizar lo obsceno, lo cruel, lo que no se nombra, a través de marcos excepcionales, a veces subversivos, a otros ratos juguetones, siempre libres.
La novela transcurre a dos voces, la de Luz Arranz, narradora externa, y la de la propia Paula en Cartas a Luz, contándole lo que le ocurre en la pensión en la que se aloja. La presencia de la inspectora excita un nido de serpientes adormecidas. Y agita alguna conciencia dispuesta a hacer memoria, pues pone en duda eso de que en una guerra fratricida pierden todos. Nada de eso: unos perdieron muchísimo más que los otros. En la Guerra Civil Española hubo víctimas y hubo verdugos, traidores, ladrones, genocidas que se convierten en dictadores, malas personas que al final son buenas… La geografía nos remite a un territorio donde la barbarie fue la norma, haciendo que con ello se levanten las voces de las muertas, clamando justicia como si el lector fuese un jurado del Juicio Final.
Este ambiente de silencios, de culpas ahogadas, de terrores, se pregunta qué hay que hacer con un dolor tan largo y tan personal. No es un tema que en México deba pasar desapercibido, como bien saben tantas familias cuyos seres queridos nadie sabe dónde están. El desaparecido es un ser fantasmagórico, que vuelve de cuando en cuando a su pueblo buscando a su padre. Así, el libro establece un principio del que ya nos habló Rulfo y su Comala, y que bien puede servir para el caso Ayotzinapa y para todos aquellos que han sufrido lo indecible: frente a tanto crimen, primero la Justicia y luego la cicatriz.