Por Enrique González Casanova
Dice Laurence Whitehead que la historia de América Latina se ha caracterizado entre otras cosas, desde las reformas borbónicas de mediados del siglo dieciocho hasta hoy, por ser un cementerio de modernidades.
Respecto a este mismo tema, Carlos Fuentes habló de otros aspectos que muy bien pueden complementar lo sostenido por Whitehead. Para el notable escritor mexicano, “las modernidades han tratado, más allá de los criterios filosóficos que las han guiado, porque se han visto incapacitadas para ver y comprender la realidad de América Latina y, en consecuencia, toda su complejidad.”
No ha existido, entonces, una aproximación integral al conjunto de problemas que se desea comprender y encontrar alternativas aceptables y con viabilidad dirigida a ubicar y entender los orígenes de estos hechos sociales apreciando generalidades y particularidades en tiempo y espacio de mundos que pueden o no ser complementarios.
Sin embargo, los aspirantes a las modernizaciones se han inclinado por caminos cuya orientación ha descansado en el dogma privilegiado que resulta ser inamovible a la vez que intransigente. Se ha prescindido de reflexionar a partir de aceptar que una genuina aspiración a modernizar una nación para hacerla mejor en todos los órdenes exige, como punto de partida, aceptar que los lineamientos que nutren sus principios son forzosamente parciales e inconclusos. No pueden ser verdades absolutas y tampoco su visión puede ser eterna.
La enorme debilidad de las modernizaciones latinoamericanas y sus eventuales fracasos se han dado por el afán de no ver “otra ruta que la suya” parafraseando la tristemente célebre frase de Siqueiros cuando creyó que así defendía al muralismo mexicano de lo que a su modo de ver las cosas eran los “embates” de una pintura inspirada en “patrones extranjeros “.
El diseño y puesta en escena de las modernizaciones han conducido esos esfuerzos positivos de transformación por caminos que excluyen a una parte sustantiva de las poblaciones a las que, en abstracto, desean favorecer. Al moverse de esa manera, se renuncia a asumir la complejidad y heterogéneidad que definen las estructuras de cualquier formación social. Al favorecer a uno o a pocos sectores poblacionales implica que desde su nacimiento estén fracasadas.
México ha contribuido con varios proyectos de modernización (el desarrollo estabilizador, el desarrollo compartido, el neoliberalismo, entre los más cercanos) y, todos ellos, a pesar del enorme optimismo al que dieron lugar, hoy solamente sirven para estudiar las distintas etapas de la historia nacional. Su creación sirvió para generar grandes expectativas y su instrumentación grandes frustraciones.
El gobierno actual también aspira a realizar un proyecto de modernización que contemple propósitos muy distintos a los que hasta la fecha han prevalecido. Sostiene que marchará por nuevos derroteros y que logrará nuevos paradigmas en el crecimiento y el desarrollo, entre los aspectos de mayor importancia, para así lograr una sociedad más equitativa y justa.
En pocas palabras, pretende otra modernización. Pero sus esfuerzos no se han apartado de una visión con un punto de partida que, al igual a las de sus antecesores, es excluyente. La idea central de la modernización que impulsa el gobierno federal simplemente no ve a la mitad de la población del país. Sus metas no se lograrán mientras se renuncie al diálogo y a la inclusión. Solamente un proceso que aspire a fortalecer la ciudadanía política de la mano de las ciudadanías económica y social será exitoso. Y, para concluir, si lo que se desea es disminuir las condiciones negativas que se pueden derivar del conflicto social, esto se logrará, en primera instancia, sin pretender desaparecerlo y, en segunda instancia, cuando el aparato jurídico e institucional cuente con la capacidad para dirimirlo en forma pacífica.
Todo ello forma un imprescindible, e incompleto, listado que exige cualquier modernización para tener viabilidad.