Hacia una ciudad con derechos de género

Por David Marklimo

Los hechos ocurridos el viernes pasado en la Glorieta de los Insurgentes van a marcar el devenir del gobierno de la Ciudad de México. Y, justamente, el fervor ciudadano vino por donde nadie se esperaba: la situación de las mujeres en la Ciudad.

Claudia Sheinbaum Pardo fue la primera mujer  electa para ocupar la Jefatura de Gobierno de la Ciudad, lo que da un sentido simbólico a su gobierno, sea ella consciente de ello o no. También por supuesto, le dio un relato qué contar a más de la mitad del electorado capitalino. En el Palacio del Ayuntamiento había alguien escuchaba, alguien que entendía y comprendía qué es ser mujer en la Ciudad de México. Sus primeros pasos en el tema fueron extraordinarios: creo un gabinete con mayoría femenina, dando a entender que este sería un gobierno de mujeres, para mujeres y por las mujeres; transformó el vetusto Instituto de las Mujeres de la Ciudad en una Secretaría, para así incorporar, desde arriba, la vertiente de género en las políticas públicas de la Ciudad; ordenó que en todos los ministerios públicos de la Ciudad hubiese abogadas para que diesen más certeza, confianza y sensibilidad al proceso de denuncia; creó los llamados Puntos de Innovación, Libertad, Arte, Educación y Saberes (PILARES), donde ellas encuentran un espacio seguro y libre de violencia para desarrollar diversas actividades de empoderamiento; y finalmente, en conjunto con la Secretaría de Educación Pública Federal, anunció -en un evento por demás significativo- el uniforme igualitario, que permite que las niñas usen el pantalón en las escuelas publicas, como forma de combatir los abusos al interior de las escuelas.

Sin embargo, cualquier abogado sabe que el sistema de procuración de justicia de la ciudad está basado en la denuncia de la ciudadanía. Y que eso no es ajeno al combate de la violencia contra la mujer. Ahí está justamente el punto débil y medular: sí cuando una mujer o una joven va a denunciar un caso de abuso, acoso o violencia se le dice que su caso ha “violado” el debido proceso, que en términos generales, la situación es más bien su culpa, y que, por lo tanto, poco o nada se puede hacer, la confianza en el gobierno y sus instituciones se esfuma. El gobierno deja de ser visto como un aliado y se convierte en un estorbo. Todo lo hecho, entonces, es visto como discurso bonito, decorativo, vacío y -lo más grave- como un discurso de simulación.

Este sentir social se refuerza aún más cuando los propios victimarios son miembros de las fuerzas del orden. Así, en la ciudad, el 10 de julio una indigente de 27 años fue violada por dos policías en un hotel del centro histórico, el 3 de agosto una adolescente de 17 años fue agredida por otros cuatro uniformados, y el 8 de agosto otro policía abusó de una menor en el Museo Archivo de la Fotografía. En un panorama más amplio, los datos son apabullantes: tan solo en la capital se han registrado 3233 delitos sexuales de enero a julio, según cifras del Gobierno federal. Las denuncias sobre violencia sexual en el primer semestre del año han aumentado un 20% respecto al mismo periodo del año pasado (aquí uno pensaría que éste indicador podría no ser del todo fiable, pues también indicaría que cuando se dio el cambio de gobierno, los colectivos confiaban más en el gobierno de Claudia que en el anterior de Mancera). Frente a estos episodios, las organizaciones de la sociedad civil han solicitado que se decrete la alerta de violencia de género y que se destituya a los presuntos culpables, algo que de momento no ha sucedido, pues sólo los han separado del cargo.

Más allá de si se considera que la alerta de género es una herramienta útil, es evidente la poca visión que el gobierno capitalino ha tenido con el tema. Suponiendo, si los Ministerios Públicos están copados por delincuentes que maquillaban hasta hace poco las cifras de delitos, entonces no tiene sentido la Jefatura que use esa estructura delictiva para criminalizar la protesta. Es un tema de gran relevancia ética: si no funcionan para atrapar violadores (o peor, los encubren) no deberían poner una sola manifestante presa, pues no tienen autoridad moral para ello. Tal cual se pide, se debería declarar una emergencia, echar a todos (incluyendo a la Procuradora y al Jefe de la Policía) y contratar peritos internacionales en lo que se limpia la corrupta Procuraduría General de Justicia de la Ciudad de México y la transforman en una Fiscalía independiente, autónoma y con credibildiad social.

Incluso aceptando que la protesta ha sido cooptada por grupos opositores y que ha sido utilizada por los infaltables grupos porriles de choque de siempre, sabe mal -incluso desde una perspectiva generacional de la propia Jefa de Gobierno- esa defensa a ultranza de la Policía y esa deshumanización hacia las víctimas. Tal como se ha dicho, la víctima no tiene obligación de hacer nada más que denunciar. Es obligación del Estado averiguar qué pasó. Si ella no se siente lista para continuar, el ministerio público debe de buscar otros elementos para determinar las responsabilidades, dar con la verdad y poner a disposición de la Justicia a los culpables.

Nadie lo ha expresado mejor que el inefable Federico Bonasso: “las mujeres de este país y esta ciudad aguantaron demasiado ya. Y todos como sociedad también. Las protestas son totalmente justificadas. Si alguna de las manifestantes va presa y al mismo tiempo algún violador queda libre por “fallas” en el procedimiento, este gobierno no podrá decir que es un gobierno de derechos”. Así de grave es el tema y así de grave es la incomprensión de las autoridades.

Desde múltiples puntos de vista, el tema es una bomba de relojería, que apunta al corazón mismo de todo gobierno: la credibilidad y la confianza. Es pronto para que la ciudadanía se sienta engañada y desprotegida. Es pronto, muy pronto, para que éste gobierno pierda apoyo y se convierta en una larga y tediosa espera.

David Marklimo es escritor. Fue observador electoral en las elecciones presidenciales de 2006, 2012 y 2018. Es autor de la novela Limpio no te vas y el poemario Peten en Waterloo.

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