Reflexiones en Torno a la Muerte del Verdugo

DAVID MARTÍNEZ

Todos morimos tendidos en una cama, eso está claro. Así que lo que importa es en qué lugar está tendida esa cama: en el hospital, en nuestra casa, en la vía pública o en la prisión. Morir en la cama de tu casa es el anhelo de muchos. Morir en la cama de un hospital es síntoma de sufrimiento. Morir tendido sobre una camilla, en la calle, sucede cuando hemos tenido un accidente o un evento repentino (como un infarto al miocardio fulminante). Y hacerlo en la cama de una prisión significa que no fuiste tan rápido ni tan hábil como para huir de la Justicia, esa tortuga. 

¿Qué decir de Luis Echeverría? Quizá algo tan básico como que murió en la cama de su casa de Cuernavaca y que sólo la muerte pudo liberarlo de las acusaciones penales en su contra, pero ni la eso lo librará del juicio sumario de la Historia. Resulta entonces que aquí, morir en la cama significa morir impune, la tortuga no llegó. Se murió en la cama, como Stalin, Franco, Pinochet, Ríos Mont, Castro y tantos otros.                                                                    

Morir en la cama: identificar ese momento en los gestos incendiarios del humor, analizarlo desde las rutinas genéricas del terror. Depósito del sentido común de la política mexicana—reacia todavía en estas fechas a imponer las culpas y disculpas por la impunidad, la guerra sucia y el terrorismo de la Dirección Federal de Seguridad—y llave del sentido y las consecuencias de haber tenido una muerte natural: una muerte que humaniza, pero no repara y que, además, permite escapar tanto a la Justicia como a la venganza o a la inmortalidad. Morirse en la cama, como quien se muere de viejo, orinándose encima, sabiendo que siempre vendrá alguien a limpiar tus desgracias.

    El lema era Echeverría o el Fascismo. Su demagogia de campaña colocaba al país en 1933 contra un enemigo invisible. El fascismo, quién sabe quién lo encarnaría, pero la Historia nos responde con ironía. Él fue Tlatelolco porque era el Secretario de Gobernación. En la nomenclatura mexicana, aquel sistema de escalafones, requería una vanguardia de profesionistas dedicados al servicio de la voluntad del Presidente. Él fue el Halconazo, hacedor de grupo de choque, paramilitares de pro. Entramos al terreno de la psicología política, aquello que sostiene el Dr. Carlos Rivera, siempre la personalidad antes que las preferencias políticas. Siempre la personalidad antes que las decisiones de gobierno: cuando no hay impedimentos a la voluntad de un hombre, qué es lo que sale sino lo natural, el rey que va desnudo, lo sabe y le vale. La prensa de hoy sostiene que la docena trágica (1970-1982) es el ejemplo más preclaro que tenemos de socialismo. De igual forma, se les olvida que nuestro prócer socialista era agente de la CIA norteamericana. ¿Qué es AMLO frente a eso? ¿Existe comparación? Los mexicanos, como siempre, olvidamos aquello que nos enseñó la Historia. 

Pero, está bien, hablemos de su legado. El Estado echeverrista tenía control sobre la prensa (los soldados del PRI, como dijera algún dueño); el Estado echeverrista regalaba el monopolio de sus múltiples capacidades a sus acólitos y aplaudidores; era el Estado echeverrista el que revisaba y regía la actividad empresarial ¿Qué posible crecimiento económico, social o personal podía haber una vez que se llegaba al tope de capacidad del Presidente? ¿Qué papel tenía el mercado más que el de ser complemento de los caprichos? ¿Qué futuro tenían los reclamos sociales que no coincidían con la voluntad del Presidente? Más que Echeverría o el fascismo, lo que hubo fue un Verdugo, aquel ejecutor de los condenados a muerte, el que aplicaba los castigos corporales que dictaba su justicia, por no decir su voluntad. Verdugo que no solo mató, sino que maltrató o torturó a quienes no compartían su visión. 

La paradoja de su gobierno fue abrirle al exilio sudamericano las puertas para negárselas a los propios militantes mexicanos. Según los priistas, en la llamada Guerra sucia venció el Estado echeverrista, pero los guerrilleros ganaron después la «batalla cultural», basta ver cómo recordamos a Lucio Cabañas y su Partido de los Pobres. Guerra y eliminación sistemática, represión legal o ilegal, ¿todo en virtud de la derrota o la victoria de la revolución institucional y su partido único? Para Susan Sontag, las estéticas fascistas buscan una representación de los límites, de las experiencias excepcionales y únicas. En Tras el cristal, erotismo y venganza se funden. El verdugo es aquel que te seduce, que te viola y luego, tras el acto, te encierra en una habitación. Sontag proyecta la metáfora violenta sobre lo político: la violencia es análoga a la experiencia del estado de guerra sobre el contrato civil. De esta forma, nos quieren presentar a Echeverría como al salvador de la patria -el chavito que emuló al Dr. Guevara recorriendo Sudamérica-, el que fundó la Universidad Autónoma Metropolitana, el CCH , el CONAFE, el CONACyT, el Colegio de Bachilleres y otras cuantas instituciones.

El peligro de este relato muestra el modo en que la impunidad se instala en los distintos estamentos políticos y, también, en los distintos planos sociales –desde el familiar hasta el ámbito internacional–, y cómo sus efectos llegan a perdurar durante décadas. Esta forma histórica de impunidad, al igual que los esfuerzos en combatirla, generan un sentido de esperanza y decepción simultáneos, así como una profunda incertidumbre en vistas al futuro. ¿Para qué sirve la justicia si el tipo murió en su cama, impune?                                                                                                                                                                        

Pero no hay que dejarse llevar por la rabia del momento y hay que evaluar las posibilidades políticas que surgen de la imposibilidad de dejar la justicia en el pasado, como la creatividad de los esfuerzos individuales y colectivos en buscar ya no la Justicia, pero sí la retribución y la responsabilidad del Estado Mexicano. Dicho así, la muerte del Verdugo quizá se transforme en una manera de evidenciar y alertar la importancia que tiene resguardar no sólo nuestra democracia sino también nuestra memoria.

 

*David Martínez es politólogo e internacionalista. Profesor en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.

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