Lo que se Esconde Tras la Puerta

Claire Keegan. Cosas pequeñas como esas. Eterna Cadencia. Buenos Aires (Argentina), 2021.94 págs.

DAVID MARKLIMO

 

¿Cuánto conocemos del mundo que nos rodea? ¿Somos conscientes de que, más allá de la puerta que nos espera de nuestros vecinos, nos encontramos en un territorio del que desconocemos todo? ¿Cómo hemos de describir el infierno? ¿Con libros de setecientas páginas? ¿Puede la brevedad dar descripción exacta del horror? ¿Es posible un drama sin dramatismo? ¿Una denuncia sin demagogia? Estos son todos temas que aborda la brevísima novela Cosas pequeñas como esa, de la irlandesa Claire Keegan.

El libro nos lleva a las Lavanderías de la Magdalena, un sistema de asilos que fueron dirigidos por monjas católicas, por las que pasaron durante décadas entre diez mil y 30 mil niñas y jóvenes abandonadas a su suerte muchas veces por sus familias al quedar embarazadas. Al principio estaban concebidos como lugares donde pudieran quedarse por un corto periodo de tiempo. Sin embargo, luego se transformaron en instituciones donde las mujeres eran obligadas a trabajar, la mayoría en las lavanderías de estos asilos, que tenían contratos con el ejército, oficinas de gobierno, hoteles y hasta la compañía cervecera Guinness. Pronto empezaron a llegar madres solteras, mujeres con problemas de aprendizaje y niñas víctimas de abusos. Entre 1922 y 1996 hubo seis lavanderías funcionando en toda la República de Irlanda. Se calcula que murieron más de nueve mil niños y setecientos bebés. Recién en 2013 el gobierno irlandés pidió disculpas por todos estos excesos.

Es en ese contexto con el que se encontrará Bill Furlong, un hombre con una infancia triste y de temprana orfandad, que se dedica a vender carbón y leña. Keegan describe a Furlong como un hombre que no estaba dispuesto a quedarse en el pasado, focalizado en salir adelante, en cuidar de sus cinco hijas. Una mañana en la que va a llevar carbón y madera al convento descubre algo: las pupilas trabajan, están sucias, desnutridas, presas. No solo eso: en otra visita, ve a una adolescente encerrada en el establo, muerta de frío, que le pide ayuda y le cuenta que la han separado de su hijo recién nacido. En esa chica, Furlong ve el pasado, la vida que pudo ser de su madre, y el futuro, el destino al que podrían enfrentarse sus hijas. Desde su modesto lugar, Bill tiene la oportunidad de hacer algo. La disyuntiva, entonces, para Bill es la siguiente: se necesita actuar con coraje y hacer lo correcto, sin importar las consecuencias o, seguir viviendo como si tal cosa no fuera con nosotros, mirar pues hacia otro lado.

De este conflicto, varios son los puntos a destacar en la novela: la complejidad que esconde tras su aparente sencillez, en especial con esos hechos pequeños y oscuros que dan cuerpo a la novela; su enfoque, esa mirada no tanto hacia afuera o hacia los propios hechos terribles y brutales sino hacia el interior; su tono austero y casi distante –es justo esa distancia la que permite al narrador situar a sus protagonistas frente al miedo, la incertidumbre, las dudas o la culpa de forma más certera-; y la combinación entre pasado y presente y cómo ambos influyen en Bill.

Precisamente, la mirada de la narradora se detiene en aquello que marca la diferencia, el momento, entonces, en el que abrimos la puerta del vecino. Keegan traza un diálogo constante entre lo íntimo y lo social, estableciendo los nudos de mayor tensión en los pequeños detalles, ese lugar en donde siempre puede encontrarse el infierno.

Cosas pequeñas como esas brinda una felicidad doble: hay un trabajo preciso con el ritmo, con la cadencia de la prosa. También, hay imágenes de gran belleza con las que se construye desde las primeras páginas un ambiente neblinoso y denso -tan irlandés, por otra parte- alrededor del protagonista.  Una novela poderosa, que invita a la relectura.

 

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