Por Raúl Mondragón von Bertrab
“Don Francisco de Toledo mayordomo de su majestad su Rey gobernador y capitán general de estos Reinos y provincias del Perú y tierra firme… con las justicias mayores y ordinarias S.M. tiene bastantemente proveído en los pueblos de españoles y la misma calidad de la tierra y la experiencia de los negocios que suceden en la mina muestra claramente lo que se debe ordenar para que Dios N.S. y S.M. sean servidos y nuestra conciencia como ministros suyos en cuanto fuere posible se descargue…”
-Virrey Don Francisco de Toledo, quinto Virrey del Perú.
La madrugada del 17 de diciembre del año ya pasado, los simpatizantes de José Antonio Kast, candidato de la extrema derecha a la presidencia de Chile, pintaron de blanco la mitad del pedestal de la estatua del General Baquedano -en restauración tras haber sido casi derribado en octubre de 2019-, plantaron pasto y sembraron flores en solo la mitad de la Plaza Italia, el equivalente para los chilenos de nuestro Ángel de la Independencia, vandalizada por la izquierda la noche anterior.
Al amanecer, el mensaje era claro: ¿Qué país quieres? ¿El de la izquierda destructora o el de derecha, que parecía florecer de nuevo? Desde la estrategia, la ocurrencia me pareció brillante. No obstante, en la segunda vuelta de la elección, dos días después, un millennial de muy cuestionable experiencia, rectitud y salud mental, obtuvo una aplastante mayoría que ha llevado a un analista en el vecino Perú a referirse a una inminente oclocracia latinoamericana.
Culpar, sin embargo, a la muchedumbre ignorante, flagelo y riesgo, pero componente de las democracias, resultaría simplista. Sabemos que los factores reales del poder que operan en nuestros países difícilmente dejan las cosas al azar, que los intereses creados o por crearse determinan en las ‘sorpresas’ y los ‘errores’ históricos. Sería más acertado apuntar a los monopolios y oligopolios que ostentan este poder real y cuyo egoísmo no conoce ideologías sino conveniencias. Esos self-made men, como me diría una abogada neoyorquina hace unos años, desencantada cuando dejé en su escritorio una revista que contaba la historia real del ascenso meteórico en la lista de Forbes de uno de sus clientes, que han servido para mantener en el poder a los titiriteros que nunca pueden dejarlo del todo, minando los cimientos democráticos hasta resquebrajarlos en una espiral oscilante entre promesas de un desarrollo que nunca llega y retrocesos barbáricos. Pero, aun así, me inclino a pensar que el ingrediente culinario del momento en el gazpacho latinoamericano es el hartazgo generalizado que la corrupción, la incapacidad o el desgobierno que los regímenes anteriores han provocado. Por eso es que no solo la ignorancia gana las elecciones. Muchos mexicanos con preparación académica -da pena reconocerlo, pero incluso familiares- votaron por López Obrador, porque entre otras cosas su antecesor y sus más de cuarenta ladrones, llevaron la corrupción a un nivel de telenovela escandalosa.
En Chile, la decepción de Bachelet, de izquierda, que permitió durante su mandato una inmigración descontrolada -la mitad de la que recibió toda Europa en el mismo período-, dio paso a la decepción de Piñera, de derechas, que cedió ante la presión social y debilitó a la única corporación policiaca digna en el subcontinente. Si bien se reconoce aquí el buen manejo de la pandemia, el hartazgo causado por Piñera ha permitido la llegada de un improbable e impredecible Boric.
Hemos señalado ya antes esta tendencia a la involución recurrente. Su origen es más complejo y si usamos el derecho como ejemplo, atendiendo a la máxima jurídica Ubi societas, ibi ius (Donde hay sociedad, hay derecho), es natural evocar la célebre fórmula <<Obedézcase, pero no se cumpla>> del Derecho castellano, que, si bien no es un tema privativo del Derecho en Indias o indiano, esto es, colonial hispanoamericano, su intensa aplicación en Latinoamérica le dio la notoriedad que tiene. El jurista hispano García-Gallo cita su fuente en las Cortes de Burgos (1379) y Briviesca (1387), para analizar la figura desde el vocablo “obedecer” (reconocimiento de la autoridad real y acatamiento de sus mandatos) y opina que las Cortes:
“[…] resolvían el caso de una disposición real contraria a Derecho, en términos generales, independientemente de aquel otro en que una disposición dictada por el monarca contradecía leyes promulgadas en Cortes. Si en este último caso la cuestión se reducía a determinar la fuerza de tales disposiciones por razón de la autoridad con que habían sido promulgadas, en el primero se planteaba el problema de la ley injusta… [en cuanto a los efectos] el no cumplimiento era en realidad una suspensión de la aplicación de la ley, hasta que el monarca, informado del hecho, resolviese en definitiva… se establece como norma legal que si alguna ley es contraria al Derecho o nociva, carece de fuerza y no obliga; en tal caso la ley se obedece, es decir, se muestra ante ella el acatamiento que se debe a una orden del rey, pero no se cumple”.
En la poderosa Nueva España, en la Joya de la Corona, los Virreyes aplicaron un amplísimo criterio jurídico, al interpretar el término “nociva” como perjudicial a sus intereses personales, locales y a su posición ante España, aprovechando de aquellos tiempos la distancia entre un hecho y su noticia al otro lado del mar, para filtrar tales órdenes monárquicas, siempre con reverencia -Dios nos libre y guarde- pero aplicándolas como le diese la gana y la conveniencia. Así la Ley nació tan flexible en estas latitudes como convenga al orangután en turno y a sus monos, ministros, gobernadores, munícipes, cortesanos, contratistas… Lo que siguió es historia y lo que suceda puede ser la condena de repetirla.
Santiago de Chile, 7 de enero de 2022.