Andrea Marcolongo. Desplazar la luna. Mi noche en el Museo de la Acrópolis. Ed. Taurus, Barcelona, España, 2024. 208 páginas.
DAVID MARKLIMO
En 1799, en plena campaña de Napoleón en Egipto, Thomas Bruce Elgin, séptimo conde de Elgin y undécimo duque de Kincardine, fue nombrado embajador del Reino Unido ante el Imperio Otomano. La mención a Bonaparte no es casual, pues la campaña francesa estaba destinada a poner en jeque la supremacía otomana sobre ese país. Visto que el enemigo de mi enemigo es mi amigo, la importancia de Elgin en Estambul, capital del imperio, fue creciendo.
Derrotado Bonaparte en Egipto, el Imperio Otomano quiso agradecerle a Elgin todas las gestiones que había hecho. No se le ocurrió otra cosa que pedir que lo dejaran subir al Partenón, en Atenas. La intención original era solamente excavar y hacer dibujos. Ya sabemos el resultado final: las metopas de Fidias, el genial escultor del siglo de oro ateniense, terminaron en Londrés y a Lord Elgin le cayó lo que Lord Byron bautizó como la Maldición de Minerva. El despojo de las Metopas del Partenón constituye uno de los mayores robos en la Historia del arte y el caso de expolio cultural más estudiado en todos los seminarios de Derecho Internacional y defensa del Patrimonio.
Mucho tiempo después, en mayo del 2022, a la helenista italiana Andrea Marcolongo le fue concedido un permiso sui generis: pasar una noche, con tienda de campaña y todo, en el nuevo Museo de la Acrópolis, en Atenas. Dicha experiencia es al que dio pie al libro Desplazar la luna, mi noche en el Museo de la Acrópolis.
Un apunte para entender el contexto: el Museo de la Acrópolis, en la calle Dionisios Aerogapitou, fue construido recientemente para desmontar los argumentos del Reino Unido sobre el cuidado de los mármoles. En muchos sentidos, es un museo de ausencia. Todo aquel que lo visita entiende que lo que se puede ver ahí no está. Hay muchos momentos donde la furia de los visitantes, quizá cuando se paran frente a Las Cariátides, se hace presente.
¿Qué sentido tiene, entonces, pasar una noche ahí, como si fuésemos conscientes de los fantasmas o de los terribles espacios vacíos? Quizá por eso a Marcolongo, no le queda otra que empezar por narrar la increíble historia del secuestro de los mármoles del Partenón. Lord Elgin tuvo toda una serie de incidentes rocambolescos que arrancaron en diciembre de 1801 y se prolongaron ya hasta el final de su vida, en París, completamente arruinado. En el trasfondo, un frágil y cambiante equilibrio de poder entre la Francia de Napoleón, el Imperio otomano y el Reino Unido. La geopolítica, la disputa por el poder continental contribuyó al desastre: debido a una sucesión de increíbles negligencias, los mármoles sufrieron daños y muchos de ellos se perdieron. Con ello, se nos muestra el argumento irrefutable. Las actuaciones de Elgin atentaron contra la integridad del monumento. Los mármoles no son piezas independientes, sino que fueron arrancadas, con pico y pala, de un único monumento. El permiso del sultán otomano, pues, no autorizaba eso.
Marcolongo aborda con valentía y sensatez el debate sobre la restitución del patrimonio griego. Y aquí viene lo importante: qué tanto tomamos prestado a diario de Grecia, más allá de las esculturas de piedra. Es decir, qué tanto somos como Lord Elgin y demás británicos.
Con gran sutileza, el libro de Marcolongo mezcla la historia del despojo, las reacciones ante los mármoles cuando ya se hace presenta la noche y su propia experiencia de vida. Observar el arte a la luz de la oscuridad es un ejercicio controvertido e imprevisible. En algunos puntos, podríamos hablar de tragedia o de una mala como una novela de aventuras. La rabia se hace presente al escuchar los argumentos a favor de aquella histórica sustracción. Se nos quiere convencer de un absurdo imposible, como si para garantizar las mareas tuviésemos que desplazar la luna de su órbita.
Un libro del que México, país que también ha sido expoliado, puede aprender muchas cosas.