*A sus 70 Años y muy Lejos de su Juventud Queda
Claro que AMLO Anheló ser Todopoderoso
*Se equivocó al Encumbrar a Francisco I. Madero;
el Principio de no Reelección Ahora le Estorba
*La Sucesora Actúa Bajo la Presión de Apegarse al
Guion Escrito Desde y en Palacio Nacional
*Camarillas Inescrupulosas y Abyectas han Encontrado
Confort y Beneficios Personales Intocables
EZEQUIEL GAYTÁN
Es de todos sabido que la imaginación es una de las cualidades humanas fundamentales en la vida. Sin ella es inconcebible el espíritu humano de lucha y de la creación, por ella soñamos despiertos y concebimos las bellas artes. También es cierto que la historia registra personajes imaginativos nefastos como a Hitler y su perverso espejismo de la aniquilación total a judíos y a otras supuestas razas inferiores. Pero en general veo con optimismo que los seres humanos tengamos anhelos y llevemos la imaginación al poder. Más aun, las relaciones entre las lenguas del mundo y sus usuarios se deben a esa visión imaginaria de la inventiva que une al terreno de lo semántico con el del pragmatismo.
Dado lo anterior y, para fines de este artículo, observo y escucho al presidente López Obrador. Mi conclusión es que es un hombre con mucha imaginación y que en materia de poder es prolijo en su uso, abuso y expansión. Él ha dicho que desde muy joven ambicionó ser presidente de México y que imaginó un país sin injusticias sociales, lo cual es plausible. Sin embargo, ahora a sus setenta años y muy lejos de su juventud queda claro que su anhelo es convertirse en un hombre todo poderoso, sin contrapesos, sin límites y se identifica más – puedo estar equivocado, pero no lo creo – con las figuras idealizadas de los caudillos tipo secretarios generales de los partidos comunistas de la Europa de este de la segunda mitad del siglo pasado. Más aún, lo veo imaginándose como líder vitalicio de su movimiento y a Morena como el Partido de Estado. En otras palabras, su imaginación lo lleva a creerse el hombre omnímodo que está por encima de la ley y que en el nombre del Estado y la ideología de su proyecto sólo él puede definir moralmente lo que está bien y lo que está mal.
Pero resulta que México es un país de instituciones, aunque no necesariamente de leyes, y de ahí sabe que tendrá que dejar de sentarse en la silla del águila en cuestión de meses, como también sabe que se equivocó al encumbrar la figura de Francisco I. Madero, pues el principio de no reelección ahora le estorba. Consecuentemente, dicho apotegma maderista, como fundamento histórico-político de nuestro país, le impide perpetuarse en la titularidad del poder Ejecutivo.
Tal vez por eso recurre y nombra muy seguido a la figura de Porfirio Díaz (pero ese es un asunto de la psicología). El caso es que debido a su imaginación ha encontrado o cree haber encontrado la fórmula de perpetuarse en el poder, porque queda claro que Andrés Manuel López Obrador no se preparó para ser presidente de México, sino para llegar al poder. Dicha fórmula es, por lo visto, una mascarada semejante al Maximato instaurado por Plutarco Elías Calles. Digo que es una mascarada, porque lo que él desea es un continuismo y no la continuidad de un proyecto. Por eso, la falta de resultados y su corrupta gestión lo obligan a cacarear cualquier avance y lo esgrime como fruto de la transformación, aunque se trate de la fábula del burro que tocó la flauta.
La continuidad de un proyecto de desarrollo es a todas luces deseable, pues es común que en materia de Administración pública nuestro país, en muchos sentidos, se reinvente cada seis años. Sostengo que la continuidad es deseable porque es una cualidad política, económica y social que se singulariza por perseguir un objetivo que en el caso mexicano está plasmado en la Constitución: democracia con justicia social y eso sigue incólume.
Cuando hay continuidad en los trabajos de una nación, independientemente del partido político que llegue al poder, lo que se logra es gobernar mediante el consenso acerca de lo fundamental en favor de la sociedad. A eso se le llama gobernanza, ya que las demandas y necesidades son atendidas dentro de la legalidad, la pluralidad política, la multiculturalidad, la inclusión y la tolerancia, pues se gobierna para las mayorías sin excluir necesariamente a las minorías. La continuidad parte de la base de que sociedad y gobierno colaboren en sus respectivos espacios de gestión y se siga forjando lo que se hace bien y mejorar en donde se observan debilidades o francamente fallas y corrupción. Lo cual exige que la participación ciudadana esté debidamente informada, alineada a la cultura de la legalidad y posea los instrumentos jurídico-administrativos que le permitan ejercer debidamente el control social. La continuidad es la articulación de la madurez política de gobernantes y gobernados más allá de partidismos y en favor de la nación.
Por el contrario, el continuismo es una tendencia política que se manifiesta en el culto a la personalidad de un caudillo, sus comportamientos llegan a rayar en la falta de decoro y lo inverosímil; por ejemplo, situarse por encima de la ley o desear volver a un régimen presidencialista de partido hegemónico y, de ser posible, de Estado.
Dice la voz popular que la historia nos enseña y que no sabemos aprender de ella y, en efecto, es común que en ocasiones la repitamos ya sea por su desconocimiento o debido a que hay quienes piensan que el modelo es repetible si se corrigen los errores del pasado. De ahí que Heráclito (Éfeso 540 – 480 a.C.) sostuviera que nadie se puede bañar dos veces en las aguas de un mismo río. Léase, la torpeza y la incapacidad derivadas de la vanidad de algunos políticos de comprender y luego de reconocer que el tiempo avanza y que las circunstancias nunca se repiten de la misma manera.
LOS CAUDILLOS Y
SUS ABYECTOS
Algunas de las explicaciones acerca de la obsesión por el continuismo y sus fracasos las encontramos cuando se quiere gobernar viendo al pasado. También las hallamos en el Gatopardismo, es decir, cambiar para no cambiar. Por supuesto otras son razones psicológicas, algunas más se deben a que los caudillos están rodeados de camarillas inescrupulosas y abyectas que han encontrado confort y beneficios personales que no desean que se acaben. Asimismo, es posible hallar líderes que no conciben que alguno de sus colaboradores sea digno de sucederlo y consecuentemente se alimentan de desconfianza y recelos de quienes lo rodean.
Al continuismo en México ahora se le llama “segundo piso”. Es decir, un eufemismo burdo ya que es una calca del programa de Morena de hace seis años. No hay una evaluación seria de los logros y fiascos de la gestión López Obrador. De ahí que a la candidata Sheinbaum se le notan sus esfuerzos por defender ortodoxamente lo planteado por el caudillo de ese movimiento. Tan es así que sus pifias, me perece, son producto de su nerviosismo y tal vez temores si no se apega al texto redactado desde palacio nacional. Otro ejemplo de continuismo lo encontramos con las declaraciones de la candidata oficialista con la ratificación al titular de la secretaría de Hacienda. Incluso advertimos ese gatopardismo en el equipo de campaña que la rodea.
El segundo piso, me dicen los morenistas, es la consolidación de un proyecto de cambios orientados a la revolución de las conciencias y se materializará porque México nunca había estado mejor. Al respecto me sorprende esa afirmación porque se trata de una perogrullada. En efecto, cada seis años, desde Lázaro Cárdenas a la fecha, los gobiernos dirigen sus reflectores hacia sus logros y sería el colmo que no hubiésemos mejorado en algunos rubros, como es el caso del número de trabajadores asegurados al Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), pero no estamos mejor en seguridad pública, salud y educación. Consecuentemente me argumentan que la explicación es que apenas se sembraron las semillas del proyecto transformador y que Claudia Sheinbaum hará que fructifiquen. A mi parecer esos son buenos deseos y exceso de imaginación. Algo que por cierto ella no ha demostrado hasta el momento.
Por lo anterior el continuismo es la explicación del fracaso de muchos políticos que quisieron eternizarse en el gozo del poder. Olvidaron que la realidad llega a superar en muchas ocasiones a la imaginación.