La Memoria Donde Ardía

Leila Guerriero. La llamada. Un retrato. Anagrama, Barcelona, España, 2024. 432 páginas


DAVID MARKLIMO

Argentina, uno de los países más importantes de la lengua castellana, está sujeta a un proceso de revisión de su memoria histórica, particularmente con respecto a la última dictadura cívico militar (aquella que le dio un golpe de Estado a Isabel Perón, en 1976). La elección de Javier Gerardo Milei ha puesto en duda el Informe Sábato, que sostuvo el famoso grito “nunca más”.

El Informe Sábato fue una pieza clave en el juicio a las juntas militares, un modelo para otras comisiones de la verdad de América latina y es una de las claves para devolver las políticas de la memoria en torno a los desaparecidos en Argentina tras el retorno de la democracia. Sin embargo, el sector más afectado, el de los militares, nunca acepto las conclusiones y el concepto de crímenes de lesa humanidad. Milei, y particularmente, su vicepresidenta Victoria Eugenia Villarruel, niegan las violaciones a los Derechos Humanos. Las políticas de la memoria, entonces, han empezado a cambiar.

En ese contexto, Leila Guerrero (la famosa cronista de Los suicidas del fin del mundo) presenta La llamada, un retrato de Silvia Labayrú, una joven de 20 años que, estando embarazada, fue secuestrada el 29 de diciembre de 1976 en la ciudad de Buenos Aires por agentes de la dictadura de Jorge Rafael Videla. Fue trasladada a la lúgubre Escuela Mecánica de la Armada (ESMA), donde sufrió tortura y fue violada. Para humillarla, la obligaron a realizar trabajo esclavo, representó el papel de hermana de Alfredo Astiz (El Tigre, ese que se rindió en la guerra de Malvinas de tan valiente que era frente a los gurkas ingleses), que se había infiltrado en la organización Madres de Plaza de Mayo, un operativo que terminó con tres Madres y dos monjas francesas desaparecidas. En 1978, ella y su hija fueron enviadas al exilio.  ¿Por qué la exiliaron? Básicamente, por ser hija de un oficial antiperonista. Pensaron que podía recuperarse, reeducarse. Su exilio, considerado por sus pares -esos que debían comprenderla- muestra otra tragedia. La acusarán de colaboradora, de establecer afectos y simpatías con sus captores y padecer del Síndrome de Estocolmo. Cuando les contó su historia, nos encontramos con la más absoluta incomprensión. Veremos la banalización de lo que ha sucedido, del menosprecio, pero sobre todo de la vergüenza. Algunas preguntas rondan al lector: ¿por qué no te fuiste antes? ¿Qué hubieras hecho tú?

A través del relato de Labayrú y su entorno, la autora da cuenta de los mecanismos de persecución, manipulación y tortura de los agentes de la dictadura. Las vivencias que residen en la ESMA y el resto de recuerdos, Guerrero los va recomponiendo desde pequeños fragmentos. Es un retrato que no puede tener la continuidad de un guion de cine, la redondez de una novela o la brevedad de un cuento. Es algo producto del nervio, con el hecho de recordar. No siempre es un acto lineal. Recordar podría involucrar el ordenar, recomponer y hasta cierto punto clausurar heridas que no pueden cicatrizar por otro medio.

Es el poder de la literatura, de la crónica: enunciar el trauma y reparar narrativas truncadas. El retrato de la víctima no es acrítico, se le otorga un espacio para desplegar lo que, desde su punto de vista y su memoria, sucedió. El resultado es el retrato de una mujer con una historia compleja y profundamente dolorosa, en la que se mezclan el amor, la violencia sexual, el humor, los hijos, los padres, la infidelidad, la política, los amigos, el pasado, el futuro y la memoria. Esta obra es una grandísima fotografía sobre la condición humana. ¿Cuál es el objetivo? Quizá algo de lo que ya nos hablaron antes los antiguos profetas, una implicación emocional muy básica: lo que importa es ser piadosa, benigna, buena persona. En pleno 2024, ahí queda esa lección.

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