Punto de Vista
Por Jesús Michel Narváez
Sería una sorpresa si quien lleva la banda presidencial reconociera que en la democracia no siempre se gana y tampoco no siempre se pierde.
Es una utopía suponer que algún día dejará de ser el “jefe de la campaña” y, si se apura un poco en su reflexión, podría hasta interpretarse como el signo de mantenerse apoltronado en la Silla del Águila.
Estar obsesionado con el poder y no mirar y analizar la crisis por la cual atraviesa su partido, conlleva a dos hipótesis: ha creado personalmente la crisis para distraer la atención y decirle al pueblo, a las corcholatas, a las oposiciones, que no ha metido ni meterá las manos en el proceso electoral o que siente perder el control de quienes buscan ser sucesores.
Sabiendo cómo se las gasta, parecería más indicada la primera. Porque con ello, muestra que solamente hay una persona iluminada y el resto del universo vive en las tinieblas.
La negativa de admitir que de su corral se salen los jamelgos, debe tener su sentido, no común sino perverso. Reconocer la escapada de la manada, sería suicida para su ambición de mantener un proyecto político que, a duras penas, sobrevivirá hasta el primer domingo de junio cuando los ciudadanos demuestren que son, en efecto, los que poseen el poder de decidir qué clase de gobierno quiere para los siguientes seis años.
Insistir en algo inexistente: que todos deben tener principios y no ambiciones, no concuerda con su manera de actuar. Más bien es lo contrario. Falta de principios y presencia de ambiciones.
De todos los que buscan la candidatura presidencial bajo el cobijo del partido oficialista. Ninguno se salva. Igual ocurre con los de enfrente. Observan cómo el huracán X amenaza con borrarlos del ejercicio político. Y le meten el pie para hacerla tropezar y que salga de la jugada para que los dos que queden concreten, hagan realidad su sueño de ser candidatos presidenciales aunque nunca se sienten en la silla del plumífero.
A diferencia de los de enfrente, el que quiere mantener el control absoluto de su sucesión, resurge como un caudillito que es capaz de incendiar al país si no hay continuismo, no continuidad, de su proyecto. En una de esas hasta declararía el estado de excepción que le daría más tiempo en el mando. Nada fácil la medida. Aunque no imposible. En la cuatroté todo puede suceder.
Con acciones y palabras, el caudillito somete a sus corcholatas. Los abofetea en público y les dice que no hay ni habrá fractura y que si bien ejercen su derecho de reír y llorar, no los convierte en primeros actores, acaso sirvan para estar en la tramoya.
La orden es precisa: todos a obedecer o se van para Palenque.
Y eso lo saben los que han hecho de un personaje pequeño un manipulador profesional que utiliza todas las herramientas, legales e ilegales, para enterrar cualquier intento de ser rebasado por la “chusma ambiciosa”.
Él puede hacerse o estar sordo. Los demás no.
Y los que no acaten, porque LA dirá sí a todo, hincándose y haciendo reverencias, a lo que mande o diga el caudillito, sentirán la furia de los avernos.
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