Punto de Vista
Por Jesús Michel Narváez
Si un extranjero, proceda de donde fuere, ingresa al país merced un “trato humano”, no comete ningún delito. Por tanto, no puede, legalmente, estar encarcelado para “evitar su fuga”.
La tragedia de Ciudad Juárez nos ha mostrado la cara de monstruo que habita no solamente en Palacio Nacional sino en las secretarías de Gobernación, Relaciones Exteriores, de la Función Pública e incluso en la Auditoría Superior de la Federación.
Los tres primeros, un destapador y dos corcholatas, están directamente involucrados. Las órdenes salen del Virreinal edificio y deben “cumplirse” aunque se violen la Constitución y las Leyes. Las otras dos, porque permite que cualquier funcionario de menor rango, pero con acceso a recursos nada transparentes, cambie una licitación por asignación directa. Y última por no revisar la Cuenta Pública en relación con los contratos directos a empresas que no están registradas en el listado de “cárceles privadas” y que, en el caso de Ciudad Juárez, su propietario es el cónsul “honorario” ni siquiera es diplomático, de una dictadura.
Si no hay delito y no existe una orden de aprehensión obsequiada por un juez, sea federal o del fuero común ¿por qué los migrantes son encerrados en una cárcel?
Y que no se diga que se trata de una “estación-albergue” en donde se cuida a los migrantes.
Porque la ley no permite privar de su libertad a nadie sin una orden judicial.
La tragedia, que dio la vuelta al mundo -exceptuando a Cuba, Venezuela, la Federación Rusa y ¡Nicaragua!, ya es considerada como “Crimen de Estado” con lo cual se marca con tinta indeleble en el rostro del presidente de la República y sus acólitos.
La falta de empatía del huésped temporal de Palacio Nacional, de las corcholatas del Palacio de Cobián y de Tlatelolco -así se identifica la SRE aunque haya cambiado de torre-, del comisionado del INM y de los congresistas de Morena, que se negaron a llamar a los titulares de ambas dependencias -al inquilino de la edificación del siglo XVI no lo pueden citar- para comparecer en el Senado e informar de los hechos, cómo ocurrieron, a qué se debió poner candados en las puertas, por qué huyeron los custodios en lugar de ayudar, responde a la postura presidencial que, contra sus pregones, admite todos los desaciertos, aunque cuesten vidas, hasta que se “terminen las investigaciones”.
En una Nación medianamente democrática, con Constitución y separación de Poderes, los involucrados directa e indirectamente en la tragedia ya habrían sido separados de sus cargos. Aquí, sin embargo, las víctimas mortales son revictimizadas y acusadas de “provocarse la muerte”.
“Ellos se incineraron”, diría el presidente y después dedicar su tiempo para hablar del fentanilo, de las campañas de orientación para los jóvenes a fin de que no lo consuma o para hablar de la “responsabilidad” de las aerolíneas por modificar los horarios de despegue y aterrizaje.
En tiempos de campaña, el nacido en Macuspana habría lanzado sus incendiarios discursos para repetir hasta el cansancio “fue un crimen de estado”, tal y como lo hizo con el caso de la desaparición de los jóvenes de Ayotzinapa, de los criminales ejecutados en Tlatlaya, o la masacre en Tepic, cometida por “la Marina”.
Ya como presidente, su empleado, Alejandro Encinas –“es un buen hombre, pero no sabemos para qué”, dicen sus cercanos- confirmó que la desaparición de los estudiantes fue un crimen del Estado Mexicano.
¿Y cómo van a denominar lo ocurrido en Ciudad Juárez en una “estación” migratoria?
La respuesta la adivinamos:
¡Fue suicidio colectivo!
Así o más claro.
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