FEDERICO BONASSO*
Aunque fuera reducido, a veces se me antoja organizar un club. Y otras más, sueño que la ONU le asigna al club una playa o un predio en el bosque donde practicar una convivencia que descarte el odio. No digo despojada de conflictos. Digo despojada de mala leche. No libre de diferencias, de todo tipo, pero sí libre de discriminadores. Y, puestos a soñar y a agregar filtros: libres de gente de derecha. A ver: hay gente que hereda una identidad de derecha, pero es decente. Esa bienvenida. Me refiero a la gente que ha decidido ser de derecha en la praxis. Que se irrita ante las exigencias de la solidaridad o ha declarado sin pudor que cree en el darwinismo social. Los cerebros de derecha tienen menor sentido empático. A duras penas pueden estirar su afecto al círculo genético inmediato. Y la empatía es uno de los valores máximos del club.
Ya ven ustedes que me enfrento a contradicciones sin solución: ¿cómo hacer un club que no admita discriminadores sin aplicar cuotas de discriminación? Por ejemplo: ¿puede entrar al club alguien que no adore a los Beatles? Definitivamente no tiene acceso gente a la que la poesía le resulte indiferente. Puede ingresar una persona miedosa, pero no quienes temen al cambio, o lo distinto. Es más, quienes tengan una buena relación con el miedo, entendido no como pánico sino como reflejo inteligente, serían muy bien recibidos. Igualmente, los “dudadores”. El club no admitiría a la gente que porta una verdad definitiva. Mucho menos a aquellos que se pasan el día pretendiendo imponérsela a los demás. Esa gente que no tiene aprecio por el interlocutor o es sorda a lo que éste quiere expresar. Es decir, gente que practica la sentencia: “que te lo digo yo”. Varios porteños y madrileños quedarían fuera, es cierto. Y varios intelectuales mexicanos también. Incluso un par de premios Nobel. Pero bueno, todo no se puede. Sería un club de personas que dudan. “Bienvenido al club de la duda”, diría la visa. Y parafraseando a Dante, en la puerta de entrada rezaría un letrero: “Mamilas: abandonad toda certeza”.
Ojo, jamás promoveríamos la parálisis amparados en la duda. Me refiero a que seríamos un poco reverentes con los misterios aun no resueltos. Y respetuosos de ese concepto que ha caído en desuso: el otro. Socráticos, digamos. También reverentes con la naturaleza, atentos a sus ritmos, a sus llamados de ayuda. Un gesto gandalla, los insultos, la sustitución de argumentos por adjetivos, el desprecio por la lógica (salvo en la creación artística), el sentimiento de superioridad, las burlas, la doble moral, el deseo de subordinar el bien común al bien individual, la agresión física a otro o al entorno serían motivos inmediatos de expulsión.
Creo que hubo hace miles de miles de años algo similar, donde se respetaba a los ancianos. Quisiera creer que también se respetaba a las mujeres, a los diferentes, y se cuidaba a los niños. Antes de que algunos pudieran acumular, y luego inventaran cualquier mito, causa superior o teoría académica que justificara el seguir acumulando. Antes de que el cemento ocupara el lugar de los árboles o la vista del horizonte, o las máquinas callaran el rumor del mar. Idealizo un pasado o un futuro, qué más da. Suficientes tragedias nos ofrecen la biología o el cosmos como para, encima de todo, jodernos la vida entre nosotros, pegándonos, maltratándonos, violando, discriminando, odiando, asesinando.
Federico Bonasso es músico y escritor. Su último disco es La Subversión. Es autor de “Diario Negro de Buenos Aires”.