Por Víctor Alarcón Olguín
El decreto emitido ayer en materia del manejo de la obra pública por parte de el titular del Poder Ejecutivo ejemplifica con claridad una visión excesiva y sin mediaciones del autoritarismo presidencial a la clásica. Asi, sin más.
Es manifestación plena de esa perspectiva coyuntural de acción corta con la cual, “a la mexicana y a lo gandalla”, se quiere ganar todo de golpe (tirando el manotazo sobre la mesa) dejando de lado toda noción del equilibrio de poderes y respeto a los procesos de licitación, estudios de factibilidad e impacto ambiental que han llevado décadas articular para dar certidumbre y transparencia al desarrollo de la obra “pública”, misma que ya ha venido entregando igualmente sin rubor al ejército y a sus empresarios afines. Se ha convertido en aquello que dice combatir, fomentando “su” capitalismo de cuates.
El presidente quiere tener su momento de gloria y exaltación que lo lleve a los altares de la Patria, de manera similar al que tuvo Cárdenas con la expropiación petrolera, Lòpez Mateos con la industria eléctrica o incluso Lòpez Portillo con expropiación bancaria. Lo ha buscado de varias maneras en estos tres años con resultados muy dispares (y hasta ahora decepcionantes), porque seguimos sumidos en la corrupción, la inseguridad y la extrema pobreza (cifras más o menos), además de comenzar a enfrentar una naciente crisis inflacionaria. Y ya le quedan menos de tres años.
Muchxs dirán no sin razón, que tiene derecho y obligación a ejercer el poder. Sin duda.
Pero si busca su pase a la historia, debería estar más consciente de que ello ya no se logra solamente con imposturas unilaterales que pretendan intervenir al orden jurídico o administrativo sin más. Esa visión decimonónica del poder unipersonal precisamente es la que nos mantiene dando vueltas en círculo como país.
Puede ser comprensible que se esté desesperando y quiera acelerar todo. Pero hacerlo sin un trabajo de acercamiento previo con la sociedad y asumirse como el clarividente del Pueblo, el Estado y la Nación, ha sido precisamente una de sus fallas más sensibles en su estilo personal de gobernar, plagado de ese viejo paternalismo desde el cual se autocoloca por encima de todo y de todxs. No entiende de diálogo, de negociación, de trabajo más fino. Piensa que todo se avala con mítines (por cierto cada vez más controlados).
Lo que resulta contradictorio en todo esto es que asuma una idea de la justicia distributiva que por sí misma pueda ser suficiente, dejando de lado a la democracia asociativa y la institucionalidad que deben ir a la par (no detrás) de la misma. De ahí que gobierne a partir de lo que conoce y asumiendo que ello se encuentra acorde con la cultura propia del país.
El presidente ha cedido a la tentación mordiendo la manzana, y ahora comienza a repetirse el drama (y el trauma) de casi todos quienes han sido nuestros gobernantes, presente a lo largo de toda nuestra historia, si rescatamos la expresión acuñada por la gran inteligencia de don Edmundo O’Gorman.
A partir de ahora, si no hay respuesta inmediata por parte de la oposición con la introducción de la acción de inconstitucionalidad respectiva, tendremos un ejercicio asociado con los enormes riesgos que conlleva la falibilidad individual.
El Presidente cruzó el Rubicón. Veremos si como Julio César tiene los recursos suficientes para sostenerse, ahora que ya solo le quedan a lo más 18 meses de ejercicio del poder máximo antes de que se entre la campaña presidencial de 2024. Ahora a observar la respuesta opositora desde el espacio legislativo. Quizás hemos llegado al clásico punto de no retorno. Ya se verá y espero equivocarme.