Otra vez el Laberinto

Manuel Alfonso Gutiérrez Aguilar,
Los pasillos del laberinto.
Agua Escondida Ediciones,
México, 2021. 234 páginas.

Por David Marklimo

El laberinto es un lugar terrorífico, formado por calles, paredes y encrucijadas, intencionadamente complejo para confundir a quien se adentre en su interior. Su lugar en la literatura viene de lejos: la legendaria construcción diseñada por Dédalo a pedido del rey Minos, de Creta, para mantener preso al Minotauro (monstruo mitad hombre, mitad toro), que acabó muerto por el ateniense Teseo, quien se adentró en los inextricables pasillos atando a la entrada un hilo (que le había dado Ariadna, hermana del monstruo).

Con el tiempo, los laberintos han ido perdiendo su función y se han convertido en elementos ornamentales. Hoy se usan en psicología y en la literatura para analizar el comportamiento, como metáfora, pues. Borges estaba fascinado con el concepto y es archiconocido su cuento La casa de Asterión. El impacto de este cuento ha inspirado a gran cantidad de autores en el mundo, como por ejemplo a Umberto Eco en El nombre de la Rosa y a Octavio Paz en su célebre pesquisa sobre la identidad nacional, El laberinto de la Soledad. Incluso, un autor tan arisco y alejado de lo clásico como Cortázar, no resistió a su encanto y escribió su obra de teatro Los Reyes, una versión a la inversa del mito del Minotauro. En términos estrictos, desde la simbología, el laberinto hace referencia a las habilidades del hombre para controlar su propio destino. Plantea, entonces, que el destino es resultado de las decisiones que tomamos. Un asunto, evidentemente, muy serio para una reseña.

Pero algo de esta discusión hay en Manuel Alfonso Gutiérrez Aguilar y su novela Los pasillos del laberinto. Aquí estamos ante su ópera prima, que se centra en narrar y no en deslumbrar. El lenguaje es claro, discreto, natural, muy de agradecer en estos tiempos. Por decir algo, la trama muestra varios aspectos de la vida en la Ciudad de México en la década de los años ochenta y de algún modo es el reflejo de una generación que no ha entendido -o no supo entender- su papel histórico. En este desplegado de imágenes, nos damos de tope con el mercado laboral nacional, su drama. ¿Qué es una oficina? No es un sitio para la convivencia, no es un sitio de descanso ni para socializar. Pero, de alguna manera, ahí sucede todo eso. ¿Cómo definirlo? ¿Qué acciones genera más allá del empleo? ¿Es posible que en una oficina encontremos el deseo? Seguramente hay infinidad de relaciones que han surgido de ese espacio. ¿Es esta una novela erótica? Probablemente, el lector juzgará.

Ahora bien, el empleo es sólo la entrada a una Ciudad que se esconde, que no le gusta revelar nada. Es un juego. Por supuesto, en el fondo de este juego, ese minotauro pronto a descabezar está el miedo, el peligro presente. Este núcleo constituye un argumento central en la novela y en la construcción del laberinto. El miedo en la Ciudad de México es una emoción cuyos efectos varían: desde las reacciones bioquímicas, hasta respuestas motoras. El miedo libera un tipo de energía que tiende a constituir una defensa frente a la amenaza percibida. Justamente, el mérito de la novela es mostrar que ahí, donde la sociedad genera percepciones y programas estandarizados, la cultura hace un trabajo más fino al establecer diferencias en la percepción y al mismo tiempo, al conferirle al lector la certeza de un “nosotros” desde el cual interpretar la realidad. Por ejemplo, entre la percepción de la amenaza “erupción de un volcán” y la respuesta genérica de evacuar a la población media el universo de los actores involucrados. Las imágenes que nos trasmite Miguel, dan cuenta de ello.

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