Por Jesús Michel Narváez
Durante un lustro, cuando menos, las cadenas comerciales ubicadas en la Ciudad de México, tuvieron una excelente idea: contratar a los adultos mayores -muchos de ellos septuagenarios- como los “cerillos”. Sí, aquellos que ayudan a los consumidores a envolver lo comprado y por el servicio recibían propinas.
A todos los que acudimos a esas tiendas de autoservicio, nos partía el corazón mirar a los hombres y mujeres trabajar arduamente para lograr el ingreso que les permitiera mejorar sus condiciones de vida e, incluso, comer tres veces al día y adquirir sus medicamentos. Todos éramos generosos. Una moneda de 10 pesos no nos hizo más pobres. A ellos, mucho les servía.
La pandemia hizo víctima a otro sector: el de los adultos mayores.
Por las restricciones sanitarias, los autoservicios funcionaban sin cerillos, con asistencia limitada de consumidores, la exigencia del cubrebocas, el uso del gel, guates de plástico y caretas protectoras, formaban y forman -los que creemos que todavía está más que vivo el letal bicho- el equipamiento para adquirir productos de primera necesidad.
De acuerdo con cifras no oficiales, unos 32 mil ancianos dejaron de ser asistentes en la poderosa empresa Walmart, que ya es propietaria de Superama, Aurrera y alguna otra. Pavimenta cada día la ruta para convertirse en una especie de monopolio. Porque es el mayor comprador de los artículos que todos consumimos.
Dejar a los adultos mayores sin la oportunidad de percibir dinero por su esfuerzo, no es una decisión correcta. Es errónea.
Si bien la mayoría de quienes laboraban sin salario, sin prestaciones sociales y en turnos de cuando menos 4 horas, reciben la pensión universal que fijó el gobierno federal, ésta apenas alcanza para alimentarse tres veces a la semana. Imposible adquirir medicamentos, aunque sean genéricos, porque los precios se elevaron en 30 por ciento entre diciembre de 2019 y marzo de 2021.
¿Cuál es la razón de negarles la posibilidad de una vida menos miserable?
La empresa no ha dado información al respecto. Simplemente se dio a conocer que los adultos mayores ya no participarían. Y punto.
Algunas cadenas -la del logotipo del pelícano que todavía tiene algunas tiendas- permiten que los ancianos sigan trabajando sin contrato porque, a decir verdad, no son empleados formales.
Sin embargo, tienen la oportunidad de mirar al cielo y agradecer la oportunidad de un día más en sus ya largas vidas, sin penurias extremas.
No, no se volvieron millonarios o formaron una clase media egoísta y aspiracionista. Simplemente lograban juntar monedas de 10 y 5 pesos hasta sumar los 200 o 300 pesos al día.
Habían dejado de ser una carga para los hijos, para los parientes cercanos. Se volvieron autosuficientes.
Habían recobrado la dignidad. La que nace de saberse útil y desarrollar un trabajo en el que el gusto los llenaba.
Ahora volverán a los malos días. Algunos de ellos recurrirán a solicitar limosna y otros intentarán la tarea imposible, por sus edades, de limpiar parabrisas.
Aquellos que dejaron de ser cerillos, sufrirán la depresión que habían arrumbado al obtener un sitio en donde laborar y ganar dinero. Quizá muchos de ellos no resistan y terminen muriendo de tristeza.
¿Qué hace la Secretaría del Trabajo para proteger a los adultos mayores?
Una pensión no basta cuando no se tienen servicios médicos y el Insabi no deja de ser una quimera. Valdría la pena un programa que les permita a los ancianos sentirse que todavía sirven para algo, no solamente para provocar lástima.
Ojalá y en la empresa estadounidense, cuyo propietario es uno de los más importantes billonarios del mundo, sus directivos en México recapaciten y piensen que dentro de algunos años serán igual de ancianos que los que hoy desprecian.
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