Por Susana Vega López
Es un sitio con mucha historia; un atractivo de la Ciudad de México para propios y extraños; un lugar de reunión popular desde el Siglo XVIII porque, en sus portales, los escribanos –también llamados evangelistas- redactaban cartas y documentos de aquellas personas que lo solicitaban porque no sabían escribir. Ahí se establecieron las rudimentarias imprentas en el siglo XIX: la Plaza de Santo Domingo.
Es la segunda plaza en importancia después de la Plaza Mayor y desde allí se contempla la iglesia de Santo Domingo, un templo de estilo barroco del Siglo XVI, un edificio histórico construido con cantera rosa y recubrimientos de tezontle donde se resguardan retablos de las vírgenes de la Covadonga y del Camino.
La Plaza de Santo Domingo se encuentra a unas calles atrás de la Catedral Metropolitana -ubicada en el Zócalo capitalino- y siempre ha sido un punto importante para los habitantes de la ciudad desde hace siglos ya que ahí se organizaban festejos religiosos colectivos y, a la fecha, sirve de aforo para ferias tradicionales mexicanas.
La plaza está ubicada en la que fue la casa de Cuauhtémoc, el último tlatoani mexica y la delimitan las calles: República de Brasil y Belisario Domínguez. Su piso es de adoquín y ha sido punto de encuentro para actividades culturales, sociales, políticas, comerciales y de recreación.
Es un punto turístico imperdible ya que aún conserva esa esencia del México de ayer, donde nuestros bisabuelos y tatarabuelos, seguramente vivieron momentos intensos de su época.
En cada fecha especial se llevan a cabo diversas actividades: en diciembre se escenifican pastorelas; en ciertos meses los comerciantes provenientes de diversos lugares llegan a vender sus mercancías. Ahora le tocó a Oaxaca mostrar sus tradiciones gastronómicas y artesanales, así como ropa y calzado.
¿Quién no ha estado alguna vez ahí? ¿Quién no ha solicitado un servicio de imprenta o requerido imprimir algún documento urgente?
En el siglo pasado, las personas que, analfabetas, acudían a este sitio para solicitar a algún escribano o evangelista escribir (primero a mano y luego en máquina) o/y redactar cartas, avisos o algún documento para hacerlo llegar a familiares, amigos o personas queridas.
Ellos, los amanuenses, sugerían el texto a los clientes porque muchas veces los que solicitaban el servicio no sabían qué decir, cómo iniciar o qué expresar en sus misivas.
En el centro de la plaza de Santo Domingo se aprecia una fuente con la estatua de Doña Josefa Ortiz de Domínguez, mejor conocida como “La Corregidora”, elaborada por Enrique Alciati, escultor italiano reconocido en su época por sus impecables trabajos.
Los portales aún conservan esos pequeños puestos con sus imprentas donde se mandan imprimir invitaciones, folletos, volantes con publicidad de algún negocio o servicio, pero también (se dice o presume) documentos apócrifos que nos son legales.
Santo Domingo guarda su encanto, tiene un dejo de esa tranquilidad que se debió vivir hace siglos a pesar del constante movimiento vehicular que ahí hay.
PALACIO DE LA SANTA INQUISICIÓN.
A un costado y frente a la Plaza de Santo Domingo está un edificio con mucha historia que ahora es propiedad de la UNAM y forma parte de la cultura social de la capital del país.
Se dice que el llamado Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición se fundó a finales del siglo XV por orden de los reyes católicos de España en un predio que formaba parte de los límites de la ciudad y que, con el paso del tiempo, quedó inmerso en el centro, en la esquina que forman las calles República de Brasil y República de Venezuela.
Al sufrir cierto deterioro se ordenó su remodelación por lo que se le pidió al arquitecto Pedro de Arrieta que se hiciera cargo. Cuando lo modifica, le imprime un sello especial: ochavar la esquina para colocar una gran puerta de entrada. El inmueble de estilo barroco comenzó a reconstruirse en 1732 y concluyó cuatro años después con un juzgado, salas de audiencia y hasta cárcel.
En una época este sitio causó miedo porque el horror tuvo su máxima expresión en este lugar pues fue usado para castigar y atormentar a las personas acusadas de herejía. El terror que ocasionaban los tormentos que infringían los verdugos hacía estremecer al más valiente.
De hecho, si uno se imagina los gritos de dolor que producían los aparatos diseñados para castigar a aquellos acusados de renegar de Dios, de sospecha de brujería o de ir en contra la norma cristiana, sigue causando miedo y calosfríos esta construcción donde se exhiben algunos de esos aparatos en el llamado Museo de la Tortura.
La también conocida como “La Casa Chata” (por no tener esquina) fue sede temporal: del Arzobispado, de la Lotería Nacional, de una escuela primaria y hasta sirvió de cuartel militar.
En 1854 albergó la Escuela de Medicina donde se dijeron los primeros juramentos hipocráticos. Cerca de este sitio también había escuelas preparatorias de la UNAM y la vox populi señala que cuando los estudiantes querían “matar clases” gritaban “Goya…Goya”, que era una invitación para ir al cine Goya localizado en la calle del Carmen. De ahí nació la porra universitaria que prevalece a la fecha, el famoso ¡Goooooya!