Por Miguel Tirado Rasso
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No deja de ser una bomba de tiempo, lo declarado, recientemente, por el secretario de Defensa de los EUA, Mark Esper, en el sentido de que su país no tiene ninguna evidencia de que el general iraní, Qasem Suleimani, planeara atacar cuatro embajadas estadunidenses, pues, con esto, refuta y anula el argumento utilizado por el Presidente Donald Trump para justificar el cuestionado operativo que eliminó al mando militar más importante iraní, Qassem Soleimani, jefe de la fuerza élite Quds y segundo hombre de mayor influencia de ese país, y a Abu Mahdi al Muhandis, comandante de las Fuerzas de Movilización Popular, que puso a estas naciones al borde de una conflagración.
El presidente norteamericano tomó una decisión muy arriesgada con repercusiones imprevisibles, porque el asesinato de este militar podría haber originado una violenta reacción que, hasta el momento sólo quedó en un ataque a dos bases militares estadounidenses y una iraquí, curiosamente y para fortuna, sin pérdida de vidas.
Aquí cabría especular que, consciente el gobierno de Irán en la desproporción del poderío militar entre ellos y los EUA, tomando en cuenta, además, las características de un mandatario bravucón, al que la política y la diplomacia lo tienen sin cuidado, la prudencia recomendaba actuar con cautela y pensar en una estrategia que no calentara más el ambiente.
Tampoco podían los líderes iraníes quedarse con los brazos cruzados ante la ejecución del general Soleimani, pues su pueblo demandaba venganza. Así que, los bombardeos iraníes en represalia, resultaron quirúrgicos, sin lesionar a ningún ciudadano norteamericano y con leves daños materiales, no fuera a ser que Mr. Trump se molestara más e hiciera efectiva su amenaza de atacar 52 centros culturales, en una respuesta desproporcionada.
También del lado norteamericano pareciera que los asesores del presidente Trump lograron convencer a su jefe de bajarle el tono al enfrentamiento, toda vez que se había logrado ya el objetivo de enardecer el sentimiento de poderío y supremacía norteamericana, que mucho necesitaba enarbolar Donald Trump, en estos tiempos difíciles por la amenaza del juicio político (impeachment) y para efectos de su campaña electoral. Y aunque su estrategia funcionó, hubo momentos en que el riesgo de guerra se hizo presente y esto no se lo perdonan los opositores políticos al magnate metido en la política que, con la declaración del jefe del Pentágono, se quedó sin argumentos que justificaran su actuación.
Quizás resulte un tanto temerario suponer que el incidente con Irán fuera una trama ideada para sacar de las primeras planas el tema del juicio político, el impeachment, desviando la atención popular hacia un conato de guerra en el que el jefe del Ejecutivo hiciera gala de su liderazgo en la defensa y protección de su país y de sus nacionales ante un grave e inminente ataque iraní. Sin embargo, no sería la primera vez que un mandatario norteamericano acudiera a esta clase de recursos de carácter bélico por motivos políticos personales. Y, como bien se dice, en política no hay coincidencias.
Pero lo que al principio funcionó para los propósitos de Trump, ahora se le está revirtiendo por haber actuado sin avisar al Congreso, lo que incomodó a los representantes demócratas que los llevó a aprobar una resolución para recordar al presidente el papel clave del Congreso en cualquier ataque militar en el extranjero que deberá ser, previamente, autorizado por este órgano legislativo.
Ahora bien, lo que le puede ocasionar mayores dolores de cabeza al mandatario republicano es haber quedado sin elementos para justificar el ataque letal realizado en contra del alto mando iraní. Según Trump, actuó para detener una guerra, no para comenzar una, porque, adujo, Soleimani preparaba ataques inminentes contra diplomáticos y militares de EUA. Una especulación temeraria, porque, según lo reconoció públicamente su secretario de Defensa, él no vio una evidencia específica de que se estuvieran preparando ataques.
Calmadas ya, aunque sea un poco, las aguas en el medio oriente, retornará la atención norteamericana al tercer juicio político, en su historia, en contra de un presidente de su país, cuando la líder demócrata de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, entregue al Senado los cargos políticos de abuso de poder y obstrucción al Congreso en contra de Donald Trump, por el caso de las presiones a Ucrania y arranque el juicio político.
Un auténtico reality show, al que los demócratas le están dando el tiempo estratégico y más conveniente para sus intereses, considerando que el próximo 4 de febrero, el Presidente Trump rendirá su cuarto y último informe de gobierno, si no logra reelegirse, y para ellos es mejor que lo haga presentándose con la amenaza de un juicio político en ciernes y no, ya exonerado del mismo.