Por Jesús Michel Narváez
Raúl se preparaba para la cena de Nochebuena. De pronto, el oxígeno le faltó. Pasaron minutos antes de que sintiera que la temperatura se elevaba. Comenzó a sudar. Y la preocupación le llegó. El recuerdo de con quién había estado en horas pasadas, en días pasados, en semanas pasadas, comenzaron a arremolinarse en el cerebro.
¿Habrá sido Jorge?… ¿o Malena?… a su mente arribó el hecho: en oficinas centrales de la Comisión Federal de Electricidad habían vacunado a todos los empleados de equis piso. Les aplicaron la vacuna contra la influenza. Porque una decena de empleados mostraba síntomas de catarro con temperatura. A nadie se le hizo pruebas PTR para saber si lo que tenían era el contagio del letal Covid-19.
A Raúl lo contagiaron. Al revisar a quienes había visto o quién había ido a sus oficinas o casa a entregar cosas o llevar papeles para firmar. Unió cabos. La familia equis había tenido una reunión a la que lo invitaron. Nadie sabía que la muerte rondaba por las habitaciones.
Ubicó el foco de infección. Mientras, la temperatura subía y subía. Comenzó a llamar a los hospitales privados y públicos. Localizó una cama con ventilador en un nosocomio al sur de la Ciudad. En ambulancia fue trasladado. Era atendido por paramédicos que nada saben o saben muy poco del coronavirus, excepto que si hay temperatura, duelen garganta y huesos, es probable que sea uno más de los enfermos de Covid-19
Los conductores de la ambulancia prendieron la sirena. Se abrieron paso. Eran las 17 horas del 24 de diciembre. Llegaron al hospital y, oh sorpresa: había fila no de personas sino de ambulancias.
Pasaron los minutos que se hicieron horas. A las 3 de la mañana le informaron que la cama ya estaba ocupada. Le recomendaron ir hacia Interlomas. Largo viaje aunque ya sin tráfico en el Periférico. La imagen se repitió: ambulancias en fila india y en espera de entregar al paciente.
Más minutos. Más horas. Nada se podía hacer. Los hospitales privados y públicos estaban saturados de pacientes contagiados por el virus asesino. Las autoridades de la CdMx negaron sistemáticamente que los hospitales públicos y los privados que atienden la Covid-19 estuvieran saturados. Lo más que reconocieron fue la ocupación del 72 por ciento de camas.
El hombre no podía hacer nada. Pidió que lo llevaran a su casa y desde allí habló con amigos médicos que le “armaron” un “cuarto de hospital” en su recámara. Instalaron el ventilador. Lo intubaron. Amanecía cuando la calentura se convirtió en fiebre y el termómetro marcaba 40 grados.
La vida estaba en peligro. Telefónicamente le recetaron un fármaco. Telefónicamente lo solicitó a una cadena de farmacias que venden medicinas especiales. Una inyección le costó 19 mil pesos.
No es un fármaco que combata la Covid-19. No existe alguno. Simplemente se trató de encontrar un dique para que no avanzara le cortara la vida.
Las manecillas del reloj no se detenían. Ya era mediodía el oxímetro marcaba 91 de oxígeno. Apenas lo indispensable para respirar. Por la tarde, el indicador señalaba 89… y así hasta bajar a los 79. Dificultad para respirar. Le proporcionaron oxígeno que llegó casi a las 11 de la noche.
Dificultad para todo. El conocimiento se pierde. La memoria olvida.
Horas después de frenó la neumonía. Y Raúl comenzó a sentir que vivía…todavía. Abrió los ojos. Allí, a su lado, estaba la enfermera y dos médicos amigos suyos. Lo siguieron tratando por espacio de tres días. Intubado. Finalmente salió adelante.
La historia no contada es que en la CFE hubo negligencia para atender a sus empleados cuatro de los cuales fallecieron de Covid-19
¿Cuántos casos similares hay en las instituciones públicas?
Un reto saberlo. Porque la información se oculta y la muerte los delata.
Raúl ya está en franca recuperación. Aparentemente la libró.
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