Por Silvestre Villegas Revueltas
Los críticos acérrimos del gobierno de López Obrador y especialmente aquellos que han señalado a la Cuarta Transformación como un genuino embuste encontraron en la manera como trasladaron a Lozoya de España al Hospital Ángeles del Pedregal, su patética anemia y su trato VIP de juez que le tomó su declaración en la cama y el grillete electrónico para que deambule confortablemente en el Valle de México, repito, les proporcionaron las evidencias más palpables de que la administración de la justicia no es igual para todos y de que el cacareado combate a la corrupción por la administración morenista es un discurso carente de sustancia. Hasta hoy, 8 de agosto, así pinta el caso del exdirector de Pemex mientras no se avance en materializar otras órdenes de aprehensión en contra de señalados funcionarios de primer nivel de las dos administraciones anteriores encabezadas por Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto.
Diversos amigos que han trabajado y pertenecido al sistema judicial mexicano, desde la Suprema-Tremenda Corte de Justicia hasta integrantes del Ministerio Público comentan en privado, y muy pocas veces lo han escrito, las corruptísimas prácticas diarias para que se muevan, avancen y concreten sentencias en las diversas instancias de administración de justicia mexicana. Uno de ellos señalaba que más allá de los implicados directamente en las aristas del caso Lozoya, existían en las procuradurías, fiscalía, en las personas de jueces, abogados, contadores, policías y demás fauna, intereses muy profundos para que el caso “Pemexgate” y derivados no llegue a niveles más altos y que hasta ahora, el principal implicado pudiera desaparecer. En este sentido es la interpretación de que Lozoya no hubiera ingresado a un penal: es más sencillo cuidar su integridad física en el ámbito privado que un simple “accidente” mortal o “suicidio” al interior de la cárcel.
Pero la detención de Lozoya como anteriormente los fue el caso de Rosario Robles no deben ser réplicas de los ya conocidos casos sexenales, que a manera de ejemplos se materializaron en determinados funcionarios acusados de corrupción como Díaz Serrano -curiosamente ligado a Pemex-, “la Quina” y amigos pertenecientes al gremio petrolero; debe reiterarse que no hubo detenciones de primer nivel y que implicaran a funcionarios del salinismo durante los doce años de administraciones panistas. Y finalmente, el curioso periplo de la detención peñista, estancia hospitalaria, luego liberación de la maestra Elba Esther Gordillo por el gobierno de la 4T. Hoy cuando se escriben estas líneas los diarios colombianos dan cuenta de la detención del expresidente Álvaro Uribe acusado de diversos delitos, acción judicial materializada durante un gobierno nacional del mismo partido -no sé qué tanto de postura política- del presidente Iván Duque; Uribe viene a engrosar los casos de ex titulares del Ejecutivo latinoamericano detenidos por diversos delitos…pero en México ni uno solo tras las rejas, a pesar de que se ha podido fincarles responsabilidades por daños en contra de la nación y el bienestar de los mexicanos.
El poco leído y muchas veces denostado Carlos Marx escribía junto con su colega Federico Engels que la Revolución, con mayúscula, debía ser un movimiento planeado y no dejado al azar, violento y momentáneo -por eso la revolución institucionalizada es un contrasentido- ella debería concluir en la transformación del ciudadano. Repetimos, la Revolución, añadían ambos autores, queda inconclusa si no se persigue la transformación de la sociedad. ¿Qué tipo de modificaciones deberían llevarse a cabo? Una donde los individuos cambien su manera de pensar, sus prioridades vitales, sus necesidades económicas, sus acciones cívicas y aspiraciones espirituales. Bajo estos conceptos y a manera de ejemplo, los nuevos valores del cristianismo eran profundamente revolucionarios para la Roma Imperial: unos pregonaban poner la otra mejilla y los romanos sometían a pueblos y regiones geográficas enteras. Pero las iglesias cristianas institucionalizadas perdieron todo su afán de modestia, se acoplaron a los poderosos y ello provocó las protestas religiosas, lo mismo en los tiempos de los concilios del cristianismo primitivo que en las revueltas de los cátaros, de Lutero, de las decimonónicas iglesias no-conformistas, que en el siglo veinte la llamada teología de la liberación.
En el plano de la política se transitó del modelo del poder de las Dos Coronas, papas y reyes, a la visión contractualista entre el soberano y el pueblo, unificados en un pacto de gobierno para que el primero realice todas las acciones en beneficio del segundo. Con el paso del tiempo, otra vez, el contrato se fue institucionalizando y los líderes de la crítica política-social señalaron que los gobiernos terminaron beneficiando solamente a un pequeño sector de la población: los ricos. Por ello es que hoy tenemos al menos dos posturas en el ámbito de la instalación de gobiernos, aquellos que se limitan a enfatizar los proceso electorales como base de su legitimidad, y otros que además de subrayar la importancia de lo anterior, indican que un gobierno legítimo electoramente hablando, solamente se consolida y adquiere mayor legitimidad, si sus acciones tienden a que el pueblo goce de ciertos beneficios para hacer su vida más llevadera.
Éste último es el camino de la reforma que no de la revolución; en 1855 Melchor Ocampo escribió que el proceso reformista liberal provocaría las mismas oposiciones y quizá más, por la tibieza en el accionar del Ejecutivo, que escoger la vía de las transformaciones revolucionarias. El gobierno de López Obrador y la 4T escogieron el sendero reformista, por convencimiento y porque las inercias dejadas a su libre juego son murallas difíciles de traspasar.
Los alcances derivados del caso Lozoya pueden convertirse en una reivindicación revolucionaria en el tema de la corrupción institucionalizada, como sucedió en Italia respecto al combate contra la mafia.