Punto de Vista
Por Jesús Michel Narváez
México es un país que ha firmado tratados de libre comercio con 52 países, 30 Acuerdos para la Promoción y Protección Recíproca de las Inversiones (APPRIs) con 31 países o regiones administrativas y 9 acuerdos de alcance limitado (Acuerdos de Complementación Económica y Acuerdos de Alcance Parcial) en el marco de la Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI).
Sin embargo, el 89 por ciento de las exportaciones se realizan con Estados Unidos.
¡La comodidad de la cercanía!
En la concentración de exportaciones a la Unión Americana han pesado mucho las opiniones del sector privado-empresarial. Mirar hacia Japón, Australia, Corea del Sur, India, Singapur, entre otros, les produce sueño. Eso sí, fijan la vista en China e India, porque son grandes países, con población entre los dos, que supera los 2 mil 400 millones de personas. Es la tercera parte de la población mundial. Y podrían representar no una tabla de salvación sino un puerto seguro para los productos agroalimentarios o manufacturados, aunque la competencia, en el último rubro, Vietnam se lleva el podio.
La aplicación de los aranceles por parte de Estados Unidos a México y Canadá, además de China, afectarían a los dos primeros, que han respondido con tibiezas mientras que el gigante asiático, sin hacer ruido, hizo lo propio con los productos estadounidense, principalmente granos y carne de cerdo.
Entre los convenios, no tratados de libre comercio, resalta el de Acuerdos para la Promoción y la Protección Recíproca de las Inversiones (APPRIs), en el que participan 30 países. Solamente tres son del Continente Americano: Uruguay, Cuba y Argentina. El resto se divide entre europeos y asiáticos.
Para darnos cuenta de cómo los empresarios mexicanos tienen poco interés en la exportación más allá de la que hacen al vecino país, en 1993 realice una gira por Japón, Tailandia, Filipinas, Taiwán, Malasia, Indonesia, Singapur, Australia y Nueva Zelanda.
El propósito del periplo, en el que gasté 82 días de mi vida -toda una experiencia inolvidable- era conocer la visión de cada uno de los países, entrevistando a los sectores equivalentes a gobiernos, empresarios, académicos, productores, entre otros, sobre lo que se avecinaba con la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio TLCAN, cuyo inicio de operación se registró el uno de enero de 1994.
Me sorprendí que algunos exportadores mexicanos habían llegado dos países de la región asiática y, como buenos para la estafa, enviaban, por ejemplo, fresas, melón, aguacate y plátano. en cuyos embalajes colocan en la parte de arriba la calidad suprema y a partir de la mitad para abajo, la ínfima.
Ello ocasionó que el mercado no se interesara más por comprarle a los productores mexicanos que, en ese tiempo, tenían todo el apoyo del Banco de Comercio Exterior y enormes sumas de recursos nunca regresaron a la entidad financiera.
De ahí, las opiniones recogidas como enviado especial de El Sol de México, eran prácticamente coincidentes: “llegan -los exportadores-, presentan excelentes planes y cuando se hacen los pedidos no cumplen con los compromisos”.
Ignoro si en la actualidad se han corregido los desaciertos, pero al observar que el 89% de las exportaciones, de todo tipo, se hace con destino a Estados Unidos, suponer que el 11 por ciento restante salva la economía mexicana, es garrafal error.
Quizá la presidenta mexicana tenga razón en anunciar que de permanecer los aranceles “buscaremos nuevos socios comerciales”. El problema al que se enfrentará es la pereza empresarial, las largas distancias, el elevado costo del transporte que, conjuntados los elementos, reducirían las utilidades de los productores.
Y no, se antoja casi imposible que la industria automotriz llegue más allá de la frontera norte.
Diversificar el comercio, las exportaciones, es la clave.
¿Quién tiene la llave para abrir las puertas?
Como diría Il Popolo: que responda la ciencia.
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