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Caroline Darian. Y dejé de llamarte papá. Cuando la sumisión química golpea a una familia. Seix Barral, Barcelona, España, 2025. 208 páginas
“Entre más tiempo pasa, más se convence mi mamá de que mi padre debe curarse, a veces me reprocha mi virulencia, hasta mi ingratitud hacia él. ‘Te olvidas de que no siempre fue el diablo que describes. Hizo mucho por ti, también por tus hermanos. Yo fui feliz con él. Lo amé tanto, prefiero recordar los buenos momentos, el resto no me permite avanzar, quiero continuar viviendo’.
Gisèle Pélicot, solamente su nombre produce un gran asombro. La mujer que desafío a la vergüenza, quien durante años sufrió de horribles abusos sexuales por parte de su entonces marido, Dominique, y otros hombres que el contactaba y traía, a escondidas, a casa.
El juicio —que ha empujado al país a examinar una cultura de misoginia generalizada y agresiones sexuales sistémicas— ha impulsado a las mujeres a exigir cambios en la forma de abordar la violencia de género. La hija de Gisèle, Caroline Darian (un pseudónimo), ha escrito un libro en el que detalla el trauma de su familia. Ya desde el título hay una declaración de intenciones, Y dejé de llamarte papá. Cuando la sumisión química golpea a una familia, donde describe a su padre como uno de los peores depredadores sexuales de los últimos 20 o 30 años.
El libro comienza cuando Darian recibe una fatídica llamada telefónica, el 2 de noviembre de 2020, de la policía de Carpentras: Dominique está detenido. En principio, un hecho vil y absurdo: tomó fotografías debajo de las faldas de tres mujeres en un supermercado. Interrogado por la policía declaró “que desde un mes antes de la toma de fotos bajo la falda de las mujeres padecía de ‘una pulsión incontrolable’”. La víctima más cruelmente sometida por su “pulsión incontrolable” fue Gisele. Se conocieron en 1970. Llevaban 50 años juntos. Lo que le revelaría la policía es espeluznante: su madre soportó, sin saberlo, dormida, más de 90 violaciones. Los violadores eran obreros, camioneros, un periodista, un enfermero y hasta un guardia de prisiones.
Caroline describe la realidad a la que se enfrenta como una “carga terrible” y ahora sólo puede ver a Dominique como el criminal sexual que es. Da puntadas de lo que es un psicópata. Veamos el ambiente familiar: cuando se jubilaron Los Pélicot se fueron a vivir a Mazan, una comuna de poco más de cinco mil habitantes. Vienen las preguntas: ¿cuántos participantes y cuántos cómplices silenciosos fueron necesarios para que los hechos se prolongaran impunemente? Sus hijos -además de Caroline también están Tomás y Andrés- vivían lejos, cuando veían a sus padres les había preocupado percibir a su mamá –en ocasiones– como entre brumas.
En 2017 fueron al neurólogo, le dijeron que podía padecer un ictus amnésico. Los exámenes la mostraron sana. Gisele comenzó a angustiarse por la multiplicación de sus ausencias. Dejó de manejar. Adelgazó mucho. Por ello, Dominique le tenía prohibido tomar el correo del buzón, tenía que ser él quien lo recuperaba y revisaba. El grado de dominio de Dominique sobre Gisèle llegaba hasta los más nimios detalles de la vida cotidiana.
El libro explora el concepto de “sumisión química”: el uso de drogas para facilitar la acción criminal contra una persona, incluido el abuso sexual. Ese, como sabemos por los diarios y la televisión, fue el método que Dominique utilizó para orquestar el abuso de su esposa, ofreciendo su cuerpo inconsciente a desconocidos por Internet. A través de una página web, Pélicot contactaba con los futuros violadores de su esposa. Tras esto, drogaba a Gisèle y documentaba las violaciones. Lo tenía todo planificado. Los abusadores debían aparcar en algún colegio cercano, entrar en la casa sigilosamente, desnudarse en la cocina para evitar que se les olvidara alguna prenda y acceder al dormitorio, donde su esposa ya estaba completamente inconsciente tras haber sido drogada. Este horror es el que explica la “confusión” y los malestares de una mujer, que ahora tiene 72 años.
Darian habla de cómo sospecha firmemente que ella también fue víctima de abusos sexuales orquestados por su padre, aunque este lo negara una y otra vez en el juicio. Días después de la llamada, la policía la llamó y le mostró imágenes encontradas en el ordenador portátil de Dominique en las que aparecía inconsciente en una cama vestida sólo con una camiseta y ropa interior, aunque al principio no se reconoció.
Cuando estalla el caso, Gisèle vio cómo se desmoronaba todo su mundo. Y al principio tuvo al principio dudas sobre si debía convertir su proceso, algo tan íntimo, en un altavoz mediático que ayudase a sensibilizar a la sociedad sobre estas cuestiones. No quería convertir el proceso en una causa general contra los hombres. Pero fue su hija Caroline quien la animó a dar ese paso. El caso Pelicot ha logrado unir a todas las corrientes feministas, y congregó a centenares de mujeres a las puertas del tribunal cada vez que se producía una vista. Gisèle fue recibida siempre con un pasillo de honor y ramos de flores. El mensaje que daba, cada que le preguntaban era simple, pero profundamente poderoso: no hay que guardar más silencio.
Queda, por supuesto, el debate sobre Dominique y su personalidad. “Me quitaron un peso de encima”, dijo al ser encarcelado. Hablaba del caso como si estuviera partido en dos: por un lado, él y por el otro su pulsión. Jamás se arrepintió, jamás pidió ayuda. Pareciera que era un simple comerciante ofreciendo mercancía por internet. Da escalofríos lo que se narra: ver hombres que se sumergían en las redes para violar a una desconocida y luego volver a su vida como si nada. El espanto: el amable patriarca al que con gusto una invita a cenar.
Un testimonio que sólo cabe definir como valiente y que se debería leer, al menos, para estar conscientes de que el mal puede tener como representantes las figuras que más creemos conocer.