Instituciones vs Caudillos

 

 

*En el Siglo XVIII, los Monarcas Eran

Ilustrados, no Ignorantes

*Acabar con la Cultura de la Legalidad

y Gobernar con Discrecionalidad

*Las Instituciones Perduran por su Apego 

Sensato al Estado de Derecho

*Los Caudillos Odian a las instituciones y 

si Pueden las Mandan al Diablo

 

POR EZEQUIEL GAYTÁN 

 

La literatura política, la ciencia política y la caricatura política han vertido miles y miles de litros de tinta de manera indignada ante las toneladas de sangre que los pueblos han vertido involuntariamente en sus respectivas naciones debido a la existencia de caudillos que se conciben impolutos, moralmente superiores a las leyes y, lo peor, se sienten la reencarnación de Luis XIV y, por lo mismo, que personifican al Estado. 

 

El despotismo ilustrado fue una época (siglo XVIII en algunos países europeos) en el que los reyes se decían a sí mismos soberanos y, por lo menos tenían una doble gracia, la de impulsar las bellas artes y la de aceptar, aunque fuese porque era la moda, la de reconocer algunas ideas de La Ilustración francesa, sobre todo las vinculadas con la razón. De esas monarquías hemos heredado grandes obras musicales, magníficos palacios hoy convertidos en museos, extraordinaria literatura clásica y también la enseñanza de la demagogia ramplona de decirse atentos a las necesidades de la población.

 

Por su parte, los caudillos de ahora, a los que bien podemos señalar de déspotas no ilustrados, solo viven ofuscados en acumular poder y más poder. Han demostrado tener la sensibilidad de un paquidermo teutón y sin la virtud de impulsar las bellas artes. Sus hipócritas argumentos por sostenerse en el poder se basan en dos vertientes. La primera es autoproclamarse como populistas enemigos de las élites conservadoras y fifís y la segunda consiste en desplegar el discurso mentiroso envuelto en la defensa del derecho, la voluntad popular mayoritaria y de sostener que ellos hacen política nacionalista en favor del pueblo bueno y sabio. Sobre todo, son proclives a hermanarse, de dientes hacia afuera, con los pobres y los marginados. 

 

Tal vez parezca poco creíble que en pleno siglo XXI aún perduren ese tipo de personajes debido a su facha populachera, la incongruencia de sus discursos, el gusto por maquillar los datos de su gestión siempre a su favor y por construir grandes obras de relumbrón. Por si fuese poco, les place de sobre manera arrogarse el derecho de socavar a las instituciones porque éstas, a decir de ellos, son de origen neoliberal, corruptas, concentradoras y acaparadoras de la riqueza y por eso el pueblo es pobre. Consecuentemente, de lo que se trata es de destruir a las instituciones y a la vida institucional. En otras palabras, acabar con la cultura de la legalidad y, a partir de ahí gobernar con amplios márgenes de discrecionalidad en el nombre de su supuesta autoridad moral, sin contrapesos institucionales, con amenazas veladas a los medios de comunicación y el ataque frontal, con todo el peso del Estado, a periodistas y líderes de las organizaciones de la sociedad civil. En pocas palabras, sin reconocer el valor histórico de las instituciones y las razones fundacionales de la vida institucional.  

 

Léase, las instituciones perduran por su apego sensato al Estado de Derecho, conllevan distintos órdenes de formalidad y complejidad organizativa y perduran a través de los años, pues la gente pasa y ellas permanecen y trascienden debido, en gran medida, a que desarrollan la cultura de la legalidad que significa la aplicación de leyes y reglas de operación básicamente escritas y algunas no escritas, pero que en su conjunto crean una atmósfera de creencias, valores, normas y conductas éticas en favor de la legalidad y en contra de la discrecionalidad negativa conocida como los espacios abiertos a la corrupción.  

 

Las instituciones configuran la vida institucional de una nación y de ahí que transmiten critica y autocritica, tradición e innovación, autoridad y oposición, conocimiento y certidumbre, confianza y desempeño rutinario. Se trata de una amalgama que debe ser congruente con la apertura y con la democracia, ya que en ellas descansa la atracción social por un futuro sustentado en el desarrollo y la gobernabilidad. Consecuentemente, esa vida institucional es real y, aunque no lo parezca, puede fenecer si se le anquilosa, se le ahoga presupuestalmente, se le estigmatiza y se le denigra ideológicamente como contraria al marco abstracto y quimérico de una ideología apuntalada por el caudillo.

 

Observar como ciudadanos el apego al Derecho y ser congruentes con el respeto a las instituciones es darles vida, pues significa la construcción del tiempo que se ensancha al integrar la responsabilidad y el compromiso de fortalecer el pacto social, pues de no hacerlo la convivencia pacifica corre riesgos de romperse. La vida institucional es el entendimiento social y gubernamental de respeto a los Derechos Humanos, a los valores democráticos de tolerancia, inclusión, pluralidad y acatamiento de la vida cívica.

 

Reconozco que la visión vasta y honda de la vida institucional de una nación se construye con el paso de las generaciones, pues no es un fenómeno espontáneo. Requiere de educación formal y de la responsabilidad de las familias y del Estado. También de congruencia de visiones acerca de lo que fuimos, somos y deseamos ser, en este especifico caso, como mexicanos. Sobre todo, porque la perspectiva histórica que alcancemos por consenso debe de orientarse hacia una visión de modernidad. Léase, de participación social y construcción de ciudadanía. 

 

Por lo anterior, la oposición entre las instituciones y el caudillo es también una oposición entre ciudadanos. Es un conflicto que al germinar al interior de la sociedad conlleva, para satisfacción y provecho de ese caudillo, a la fragmentación e incluso a la división de la sociedad. Es tristemente una atomización social que repercute, por un lado, en la cultura democrática y, por el otro, en la economía. Lo cual desencadena en el primer caso lo que ya conocemos como la desilusión hacia la democracia y, en el segundo, la baja productividad que a la larga empobrece aún más a la población, al país y, paradójicamente robustece al caudillo, ya que fortalecerá su política social asistencialista y adormecedora de la vitalidad laboral y emprendedora del pueblo.  

 

Por lo anterior, los caudillos de hoy, no ilustrados, recurren a la fórmula probada y demostrada por los regímenes fascistas de mediados del siglo pasado en Europa, así como por algunos gorilatos militares latinoamericanos aún vigentes. De lo que se trata es de aplicar: a) una política social desparpajada al regalar dinero en el nombre del caudillo, b) una política económica de endeudamiento y negarlo; c) una política de comunicación que arrincona a la prensa independiente etiquetándola de enemiga del pueblo y traidora a la patria; d) una política interior que margine a los partidos y asociaciones civiles; e) una política centralista que asfixie a las entidades federativas o departamentos territoriales según el tipo de gobierno; f) un gabinete integrado mayoritariamente por personas abyectas y afines a la simpatía del caudillo aunque incompetentes en sus respectivas áreas de responsabilidad; g) una política nacionalista xenofóbica; h) una política contraria a la división de poderes de tal manera que el titular del poder ejecutivo domine sobre los poderes legislativo y judicial; i) una política de fragmentación de la sociedad a fin de que se quebrante la unidad nacional; j) una política de infraestructura mediante la construcción de obras faraónicas, aunque terminen en elefantes blancos con alto costo de mantenimiento; k) la imposición de una inventada ideología amorfa, pero muy cacareada y, l) la sacralización del caudillo.

 

Es fácil concluir que se trata de un perfil de político sumamente audaz, presto y dispuesto a la acción intrépida, incluso al margen de la ley, particularmente dramático cuando se siente acorralado y de ahí que sabe derramar lágrimas de cocodrilo si es necesario, con lo cual su histrionismo lo convierte en un magnífico gesticulador y su estilo personal de gobernar autoritario y enmascarado de libertario. Lo interesante del caso es que esos caudillos, cegados por su soberbia, sólo escuchan los cantos de sus aduladores y están convencidos de que su inmortalidad está garantizada en el aplauso popular y que su nombre quedará plasmado en letras de oro y monumentos en sus respectivas naciones. 

 

La biografía de un hombre de Estado es la biografía de lo que construyó mediante la sólida cimentación de instituciones, valores, entereza y congruencia. Es la revelación de su apego a principios por impulsar la cultura de la legalidad. Más aún, ellos proyectan instituciones socialmente necesarias, técnicamente posibles, sustentables con el desarrollo y políticamente deseables. De ahí que los caudillos populistas, carentes de la visión de Estado, tienden a la larga en ser recordados por sus incongruencias, caprichos y obsesión patológica por el poder. En pocas palabras, los caudillos odian a las instituciones y si pueden las mandan al diablo.

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