Independencia, Constitución de  1824 y 200 Años Después 

 

SILVESTRE VILLEGAS REVUELTAS

El próximo lunes 16 de septiembre se conmemorará un año más del inicio de la guerra, luego revolución de independencia, cuyo objetivo primario era y se convirtió en realidad: la separación de la Nueva España respecto a la metrópoli española.

El programa político/social del movimiento iniciado por Hidalgo y Allende, posteriormente continuado por Morelos pudiéramos considerarlo en términos contemporáneos, aunque ello sea un error histórico, como el de una corriente de izquierda que buscó eliminar las distinciones raciales que sustentadas en todo un entramado de leyes y costumbres perpetuaban desde el inhumano esclavismo hasta el sentimiento de superioridad aristocrática, aunque el título nobiliario, comprado proviniera de un empresario minero exitoso, de ninguna manera un título histórico cuya raigambre se iniciara en la Edad Media y con el espíritu guerrero que le era consustancial.

Los documentos medulares de la revolución de Independencia comenzaron con los decretos de Hidalgo que buscaba promover un reparto más equitativo de las tierras cultivables entre mestizos y comunidades indígenas, constituir un gobierno legítimo en sus orígenes y buscar la separación americana. Tres años después de la arenga en el pueblo de Dolores, el cura José María en unión de Quintana Roo y otros preclaros abogados y eclesiásticos redactaron primero “Los sentimientos de la Nación” y posteriormente la llamada “Constitución de Apatzingán”. En ambos documentos se puede ver claramente lo que buscaban los individuos más progresistas del movimiento independentista: una constitución que regulara el comportamiento de autoridades y del pueblo, un gobierno que no fuera unipersonal sino dividido en poderes que se vigilaran y moderaran mutuamente, una serie de derechos individuales a los pobladores de “la América Septentrional”, porque ellos eran la fuente de la soberanía. Se buscaba modernizar el intercambio comercial eliminando los monopolios españoles y estableciendo una libertad para comerciar con naciones amigas, y en el caso del comercio doméstico eliminar toda una serie de regulaciones y alcabalas que no lo único que provocaban era el encarecimiento de los productos. Finalmente, una aspiración histórica que sigue siendo una deuda pendiente: “moderar la brecha entre opulencia e indigencia”.

Para que no le cuenten, estimado lector, le recomiendo lea directamente ambos documentos morelianos, se encuentran profusamente en direcciones electrónicas serias como las del Instituto de Investigaciones Históricas-UNAM, el INHERM o la biblioteca virtual de la Cámara de Diputados.

La guerra y revolución de Independencia terminó cuando el coronel Agustín de Iturbide, en lugar de combatir a Guerrero, se reveló contra las autoridades virreinales que le habían dado armas, dinero y hombres para hacerse respetar. Iturbide, que en efecto materializó el fin de la guerra y proclamó la definitiva separación de la Nueva España respecto a la metrópoli imperial se dedicó a escribir decenas de cartas a comandantes, clérigos, comerciantes y “gente de bien” acerca de los beneficios de la separación. Igualmente, ellas se pueden consultar como el cardinal Plan de Iguala y los posteriores Tratados de Córdoba firmados con el último virrey que lo fue y no, por las modificaciones derivadas de la Constitución española de 1812, “La pepa”, que poco duró, porque al final de cuentas el felón rey Fernando VII la derogó, ajustició a todos los seguidores de la misma e inauguró un régimen de terror y políticamente reaccionario, ello es más extremo que ser conservador.

El primer Imperio Mexicano encabezado por Iturbide duró lo que una primavera en Noruega, casi nada. Sin embargo su instauración como régimen político y su posterior caída marcaron formas de encaramarse en la titularidad del Ejecutivo, perdiéndose con ello el prestigio, la legitimidad y la legalidad que debería tener el Emperador, Presidente u Jefe de Ejecutivo  que pretendiera gobernar al país. La Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos, éste es su nombre oficial, marcó para 1824 en adelante las líneas principales de lo que se quería como país a convertirse en estado nacional y con la posibilidad de materializar una conciencia nacional entre sus pobladores.

La Constitución de 24, estableció el régimen republicano, estableció el federalismo como sistema de gobierno, estableció la titularidad de Ejecutivo en un Presidente y el gobierno del país dividido en tres poderes. Hoy se le puede ver como una verdad de Perogrullo, pero para aquellas fechas era de una radicalidad total frente a un mundo de testas coronadas.

Asimismo, la Constitución estableció la intolerancia religiosa subrayando el catolicismo como religión de estado, estableció la propiedad privada como una concesión de la nación, estableció un territorio, los estados que lo conformaban y las facultades de los tres poderes de gobierno entre otros asuntos.

Finalmente llamó la atención acerca de los derechos y deberes de los ciudadanos, de los extranjeros, el fomento al comercio y demás asuntos que se fueron agregando, precisando, derogando, reinstalando en los corpus de 1836, 1842, 1857 y la de 1917. La que rige en la actualidad es un monstruo deforme por las muchísimas adiciones realizadas a lo largo de los siglos XX y XXI.  A la actual Constitución le ha sucedido lo mismo que al andamiaje de leyes electorales que rigen nuestras elecciones: un verdadero galimatías. ¿Por qué? Porque los presidentes de la república, los diputados, senadores, ministros de la Corte y demás individuos cuyos intereses y valimiento económico pueden terminar por hacer torcer la ley, todos en su conjunto han provocado que nuestras leyes y sistema de administración de justicia sea en extremo complicado, muchas veces sujeto a interpretaciones que llevan a los querellantes a construir discusiones bizantinas. Ya lo decían las autoridades en Londres y sus representantes en México del siglo XIX: lo mejor con este “país bohemio” es negociar y establecer acuerdos según las leyes internacionales. Era otra época, pero muchas veces se antoja.       

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