Marina Garcés, El tiempo de la promesa. Editorial Anagrama, Barcelona, España. 2023. 112 páginas
DAVID MARKLIMO
Es 2024, es año electoral en más de la mitad del mundo. Así que al tener en cuenta este dato, y desmenuzar las múltiples campañas en las que nos veremos envueltos, deberíamos hablar de la materia prima: las promesas. Vamos a vivir un bombardeo constante de ellas.
Por eso es importante la lectura del libro, El tiempo de la promesa, de la catalana Marina Garcés. ¿Por qué prometemos? En parte tiene que ver con cierto descontento hacia la sociedad actual.
A ver, primero que nada, prometer es una acción que se hace con la palabra y que, de la nada, hace nacer un vínculo y un compromiso capaces de atravesar el tiempo y reunir, en una sola declaración, pasado, presente y futuro. Pero ¿cómo prometer nada si ponemos el futuro en peligro? Esta es la pregunta del sentido común: sin futuro no hay promesas. ¿De qué futuro podemos disponer, si no nos atrevimos a prometer nada? ¿Quién es la / el valiente que se atreve, no ya a prometer, sino a cumplir?
Quizá habría que decir que sí que sabemos imaginar el futuro. Lo que ocurre es que no se parece en nada a lo que nos habían prometido. Así, el futuro queda lejos en el tiempo, pero aún más en pensamiento; el futuro, por incierto o por desalentador, queda apartado de nuestros proyectos, centrados en el aquí y ahora. Vivimos en una sociedad aterrada por el futuro, obsesionada por predecir y proyectar, controlar y planificar. Este libro nos ofrece las claves históricas, filosóficas y literarias del poder de la promesa y de su actual fragilidad.
A partir de esta premisa inicial, la autora se abre a la revisión de las promesas a lo largo de la historia: quien no dispone libremente de su voluntad no puede prometer nada a nadie. Existe, entonces, una relación a tres entre la promesa, el compromiso y la responsabilidad. Es el juego del poder, quien promete a menudo es el poderoso. Pero quien promete acaba siendo quien reclama en contrapartida: nunca se hacen las cosas de a gratis, nos suelen decir. De igual manera, también el Estado hace promesas de protección, siempre y cuando se cumplan una serie de obligaciones de manera que la promesa se convierte en una sumisión a menudo disfrazada de vínculo proteccionista. Y quizá, podríamos añadir otras grandes promesas, pensemos en el sueño americano, por ejemplo.
El delirio de los que estamos expuestos a él nos lleva siempre a pensar que, a pesar de que las cosas nos vayan mal, en algún momento pueden ir bien.
No es un tema menor, pues se confunde en ese terreno a la promesa con la predicción, pese a que son dos conceptos muy distintos. La promesa es un acto de voluntad; la predicción, es el resultado de una serie de cálculos. El debate en esta área es enorme, pues los cálculos -datos que vienen del pasado reciente- son más que nada proyecciones del pasado. Y, digamos, en términos de Ciencia Política, el problema radica en que proyectar el pasado hacia el futuro impide la asunción de responsabilidades. Vivimos en una época de tendencias de las que nadie es responsable. Así son las cosas. Los resultados son inamovibles y permiten delegar la decisión. Cabría preguntarse, por ejemplo, en una situación como la de Ucrania o la de Palestina, ¿quién ha declarado la guerra, el general de turno o el algoritmo? Ese es el paraguas que protege a quienes toman una decisión de críticas, y de remordimientos.
En sí, prometer puede ser una forma de rebelión que introduzca la batalla por el valor de la palabra en un presente incierto y un futuro amenazado. Como en ese viejo dicho de Kant: atrévase a pensar y cumpla. Un texto incisivo y esperanzador.