“Solito”. Javier Zamora. Random House, Barcelona. 2024. 464 páginas.
DAVID MARKLIMO
Un niño de nueve años que atraviesa Guatemala, México entero y se adentra al desierto de Arizona -todo ello de forma ilegal-sobrevive y llega a su destino en los Estados Unidos es un superhéroe. No hay otra forma de contarlo. Lo que debe ser ese viaje es poco menos que impensable: desconocidos, siempre pendiente de que el coyote o el pollero de turno te cumpla, trasladarse en infinidad de transportes, disfrazado o fingiendo no ser quien se es, evitando a los soldados, a los policías … Para semejante viaje, hay que ser poco menos que heroico, temple de acero y crecer a pasos agigantados.
Eso es lo que le sucedió a Javier Zamora en 1999. Viajó desde El Salvador a California, algo más de cinco mil kilómetros, con la esperanza de reunirse con sus padres, que habían migrado antes, huyendo de la guerra civil. Fueron nueve semanas que lo marcarían a fuego. Basta leer la biografía del autor para saber que su periplo tuvo final feliz y logró ese reencuentro. El gran tema de la literatura, cuánto te marca un viaje, quedó y marcó a Javier de formas insospechadas. De todo eso es lo que vamos a leer en “Solito”, una novela autobiográfica, recomendada en el club de lectura de Jenna Bush, hija del expresidente Bush (cosa curiosa cuando es uno de los tipos que más han hecho para evitar que los migrantes entren en Estados Unidos).
“Solito” es el viaje que un niño relata no desde el drama, sino a partir del asombro. Un verdadero via-crucis porque tiene que hacerse pasar por guatemalteco primero y mexicano después. Se crece imitando los dialectos, como si supiera que la lengua es su salvación o la condena (la escalofriante escena donde al pedir un popote para beber un refresco utiliza la palabra salvadoreña pajita es poderosísima y estremecedora). Y aún después, en la frontera, llega el gran problema: los gringos ni siquiera hablan español y él no habla inglés. El resultado es un libro de una diversidad lingüística enorme. La soledad es eso: no poder comunicarte ni decir qué es lo que extrañas. En todo momento estamos viendo la perspectiva de un niño pequeño, que se mueve en un tiempo congelado. Un recuerdo, sí, pero uno que deviene en trauma. Eso será la infancia. ¡Qué terrible!
El propio autor parece consciente de ello al utilizar una primera persona en tiempo presente, evitando interpretaciones que el niño no puede dar, pero que si se hará el autor mucho tiempo después. Intuimos la crisis de identidad, las piedras que ese viaje ocasionarán en el adulto. Justamente, ahí tenemos el origen de la literatura. Durante sus primeros años en Estados Unidos no quería aceptar aquel dolor. Al crecer, se da de bruces con la poesía: los famosos Veinte poemas de amor y la canción desesperada. La comparación que Javier hace de Temuco con El Salvador ocasionó la implosión de las letras, la añoranza, el recuerdo, el terror y la necesidad de escribir un libro que jamás había sido escrito.
La inmigración es un asunto tremendamente complejo que no se puede tratar a la ligera. La literatura ayuda en la medida en que lo afronta desde más de un punto de vista. En los Estados Unidos, la inmigración se vive como una crisis de identidad en el sueño americano, como un robo en la tierra prometida. No se considera jamás que precisamente esa narrativa -la tierra en la que si trabajas duro, te va bien-, es la que lleva a miles de personas a la tragedia. No hay posibilidad de dar con otra perspectiva y este libro precisamente sirve, más allá de su calidad literaria, para ponerse en la piel del emigrante. Pero Solito trata también de la infancia y de la percepción cultural, de la identidad. Temas altamente profundos, que enriquecen un discurso que, tal vez, quedaría un poco vago si no fuese porque para abordarlos se nos remite al gran Odiseo, que se preguntó mil y una veces cómo llegaría a su casa, junto a su mujer y su hijo.