Acuérdate de Acapulco

RAÚL MONDRAGÓN von BERTRAB

“Tu cuerpo del mar juguete nave al garete
Venían las olas, la columpiaban
Mientras yo te miraba
Lo digo con sentimiento
Mi pensamiento me traicionaba”

-Agustín Lara, María Bonita

 

“Weather wise, it’s such a coo-coo day
You just say those words and we’ll take our birds down to Acapulco Bay
It’s so perfect for a flying honeymoon, oh, babe
Come fly with me, let’s fly, let’s fly

Pack up, let’s fly away
And don’t tell yo’ mama”

-Dueto de Frank Sinatra y Luis Miguel


Había en los ochentas un bar en la Costera llamado Tabasco Beach, dentro del hotel Malibú, donde se jugaba backgammon y se tomaban buenos cócteles. Recuerdo haber crecido año con año viendo ese logo, inspirado creo recordar en el de la salsa homónima pero en color verde, hasta que un día mucho antes de la mayoría de edad,  pude pedir una cerveza y ver una pelea de Mike Tyson contra un coloso esteta que le duró a lo mucho medio round, con mi padre, a quien le celebraban la negra y tupida barba cuando pasábamos caminando por los restaurantes que rendían homenaje a los barbados piratas.

Ahí aprendí a nadar bien y a respetar al mar, después de correr por la playa con mi padre no más tarde de las siete de la mañana, por aquello del solazo, de desayunar como Dios mandaba y de hacer digestión, religiosamente, una hora exacta. Ahí conocí la celebridad que tanto gustaba del famoso puerto, en la elegante figura en blanco bikini de Blanca Guerra, vecina de camastro cada semana primera de diciembre. Y viví ahí una época familiar dorada, primero con mis padres y mi hermano y luego con nuestra hermana pilón, sin conciencia del tiempo y sin idea alguna de la añoranza que habría de sentir algún día este día.

Recuerdo un combinado de algodón tipo toalla color amarillo, que mi padre usaba con mocasines blancos. Lo recuerdo a él sonriente, diciéndome que caminara con la cabeza erguida y obligándonos a comer vegetales con el pescado. A mi madre la recuerdo feliz viéndonos contentos y haciendo todo especial. A ambos los recuerdo leyendo y a mí en una semana de esas, devorando contrarreloj y por tarea escolar libro tras libro de Emilio Carballido sobre la húmeda arena. Carballido tiene, por cierto una obra de teatro intitulada “Acapulco los lunes”.

Fueron muchos años, la primera década y media de mi vida, de caminar por ese sí pueblo mágico, que marcó medio siglo XX y para siempre la vida mexicana. Llegábamos hacia abajo a la glorieta de la Diana, donde empezaba el Acapulco Viejo antes de que Acapulco Diamante fuera el Acapulco Nuevo. Viví año con año desde el Acapulco de La Quebrada heroica, del Cici y su alberca de olas, hasta el de la vida nocturna interminable y aun relativamente sana en ese entonces.

Los siguientes años regresé mucho, con amigos, con novias, con mi núcleo familiar propio, y continué mi idilio personal con el puerto. Conocí el Hotel Boca Chica con mi señora, mi hijo y mi perro cuando el Grupo Habita lo revivió con un gusto timeless y pet-friendly. Tadeo, Boston Terrier clásico negro y blanco, se perdió un día y bromeábamos después de encontrarlo que de haber sorteado la reja hacia las playas de Caleta y Caletilla hubiese terminado vendido en tacos de orca.

 

Acapulco querido durante una vida que va para el medio siglo, el de las memorias entrañables y aventuras quijotescas como cuando envuelto en un heroísmo mal calculado, me lancé sin pensarlo en tarzanesco nado al rescate del padre de una novia y terminé, con dolor de caballo, asistido también por infantes surfistas locales. O cuando mandé de asentaderas a un judicial confiado que discutía airadamente con el Sebas y que había interrumpido nuestra libertad de tránsito, la que reanudamos a velocidad. O cuando llevamos a Kiyofumi Tanaka y lo ajuareamos para el antro con su crédito y mientras dormía, en las tiendas del Plaza, a tal grado que le decíamos que por la derrama económica su estatua sería colocada junto a la de la Diana Cazadora. Y cuando por combinada gestión con mi hermano, mi hermana pudo conocer a Luis Miguel, y nosotros a su Mariah Carey.

 

Nunca supe que el riesgo de lo acontecido con el bestial Otis era latente, e incluso pensé que la bahía lo mitigaba, lo cual resultó ser a la inversa, pues las cálidas aguas de la Acapulco Bay dispararon la categoría del fenómeno climático en cuestión de minutos.

 

Ahora viene la reconstrucción y la circunstancia, después del pésimo manejo oficial de la crisis humanitaria, la hace ver cuesta arriba. La de Nueva Orleans requirió de unos 3 mil millones de dólares, de un sistema de diques y de asociaciones publico-privadas, esto es, de recursos y de una voluntad política que aquí se antojan inexistentes. A la actual administración le vendría bien la lectura de El Estado Emprendedor de la economista italiana Mariana Mazzucato. 

Por suerte para un Acapulco que nunca volverá pero que le debe a la historia reinventarse, ya hay iniciativas privadas que sí piensan y lo hacen a largo plazo.

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