Nada más Antiguo que un  Hijo Hablando de su Padre

 

Juan Villoro, La Figura del mundo. Random House, Madrid, 2023. 272 páginas

DAVID MARKLIMO 

 

Siempre volvemos a los viejos temas y esa antigua maestra que sostenía que la literatura es sólo un ejercicio de interpretación de los padecimientos del ser humano (el amor, la relación con los padres, la relación con los hijos, el retorno, la patria…) parece que tiene razón. ¿Entonces? ¿Vale la pena si siempre es más o menos lo mismo? ¿Qué nos dice la literatura de nosotros como especie? 

Vayamos por partes. El personaje central de esta novela exclamó: para cambiar el mundo debes imaginarlo primero. Entonces, primero es la imaginación, el material con el que se construyen las novelas. Luego ya vienen las ideas, la forma en la que ponemos en práctica lo que hemos imaginado. Con su vida y obra, Luis Villoro trató de poner las ideas al servicio de las causas sociales, pues estaba convencido de que la primera piedra para transformar la realidad es la necesidad y la idea de transformar. Una parte, entonces, de este libro, La figura del mundo, escrito por su hijo Juan, va de eso. El gran pensador de la filosofía latinoamericana y sus ideas (la democracia, la desigualdad, el sueño indigenista).

Pero no sólo va de ideas. También de emociones. Las ideas de don Luis se entremezclan con los recuerdos personales de Juan -el célebre cronista, hincha del Necaxa y del Barça y miembro del Colegio Nacional- sobre su padre. Esos recuerdos son los que abren cancha al testimonio de un país, una ciudad o una época: de la Masacre de Tlatelolco al levantamiento zapatista, pasando por unos Juegos Olímpicos controvertidos y un mundial de futbol en el que un niño afianza una pasión de por vida.

La evocación del padre no busca saldar deudas pendientes ni ser una mera celebración, pero en tanto testimonio honesto del pasado contiene una parte de homenaje y también algo de crítica. En los errores y las falencias del padre, sin embargo, se construye un vínculo donde el aire ausente y distante del progenitor se convierte en normalidad a los ojos de un niño que, desde muy temprano, aprende a convivir con las contradicciones que moldean su existencia. Con un agudo sentido de la comicidad y la capacidad para deslizar notas sentimentales sin desbordarse, el hijo hilvana recuerdos exponiendo en ellos las diferentes aristas de una figura que pertenece al ámbito de la intimidad, pero al mismo tiempo, tiene una notable proyección pública. 

La cultura se da cita también en un libro que, sin perder de vista su auténtico núcleo –la gran figura del padre–, abre una meditación acerca del compromiso, las tensiones éticas entre la teoría y la praxis política, el desarraigo que conlleva la migración, la necesidad de pertenencia (es famosa la anécdota donde don Luis le reprocha a Juan su deseo de obtener la nacionalidad española) y las misteriosas derivas de los afectos en la órbita familiar. Los libros, con esa imagen de la biblioteca de Borges a la cabeza, se van a convertir en una vía de comunicación entre ellos: donde don Luis apelaba a la razón de la filosofía, Juan respondía con la emoción de la literatura. 

Finalmente, toda la literatura es un acto egoísta: hablar del padre se revela como un modo de entenderse contarse a si mismo porque la escritura dice tanto o más acerca de aquel que escribe que sobre el que es retratado. Para entender esto, nada más exacto que el título de la novela. A don Luis le gustaba mucho usar la expresión “la figura del mundo”. La usó, incluso, para celebrar el texto de Octavio Paz sobre Sor Juana Inés de la Cruz (las trampas de la fe). Señalaba ahí que ciertas ideas procuran establecer un orden secreto en la realidad y describirla es presentarla como algo ordenado, encontrarle una figura que ayude a la comprensión. Este libro va un poco de eso: muestras al padre y explicas al hijo.

La figura del mundo trama así una lúcida reflexión sobre los límites y alcances del testimonio. No puede contarse todo, pero queda un enorme retrato emocional, que da muestra cómo la literatura es una forma imperfecta, pero preciosa al fin, de dotar de sentido a la vida y al caos que nos rodea.

 

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