Ian McEwan.
Máquinas como yo.
Ed. Anagrama,
Barcelona, 2019.
360 páginas
Por David Marklimo
¿Qué es lo que nos define como humanidad? ¿Qué nos hace humanos? ¿Es posible que algo que no es humano lo sea? Más aún: ¿es posible que algo que no es humano aprenda a serlo? Son discusiones que están a la orden del día gracias a la inteligencia artificial y el desarrollo de robots. Tampoco es una discusión nueva o ajena a la literatura. Ya se había abordado en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Muchas de estas preguntas las plantea la novela Maquinas como yo, del escritor británico Ian McEwan.
En ella, McEwn nos lleva al Londres de los años ochenta del siglo pasado. Pero es un Londres distópico, distinto y alternativo al que conocimos; la historia ha seguido algunos senderos diferentes. No nos queda más remedio que olvidar lo que sabemos de la evolución del conocimiento, hechos históricos, circunstancias sociopolíticas y hasta humanas. Kennedy, por ejemplo, no murió en Dallas, quien sufre un atentado en mitad de la acción es un tal Tony Benn, primer ministro. El Reino Unido pierde la Guerra por las Malvinas, Alan Turing sigue vivo y juega aquí un papel fundamental, dedicado al desarrollo de la inteligencia artificial, campo en el que ha conseguido un hito: la creación de los primeros seres humanos sintéticos, unos prototipos a los que da el nombre –según su sexo– de Adán y Eva.
En este contexto, Charlie, un soltero en la treintena que ha abandonado empleos anteriores y vive, aunque muy precariamente, de sus ganancias en Bolsa, está a punto de iniciar una relación con Miranda y ha decidido comprar un Adan. Se desarrolla, entonces, una novela con tres coprotagonistas, donde se nos muestran las incidencias vitales de los personajes, con sus peculiaridades y la interacción entre ellos. Es una convivencia peculiar, la de una mujer, un hombre y un autómata.
Miranda oculta un terrible secreto, y ese ser sintético prácticamente perfecto acabará descubriéndolo. Sobreviene, entonces, la gran interrogante. ¿Puede una máquina comprender los planteamientos éticos, todos ellos tan sutiles y discutibles de los seres humanos? ¿Pueden entender el contexto, cada vez que la evolución actúa bruscamente, y cambia radicalmente los esquemas y nos deja fuera de juego?
No es muy claro el panorama que se nos presenta en la novela. McEwan nos deja andar a ciegas, sin saber por dónde nos movemos, y eso produce una especie de vértigo conceptual. Aun así, el análisis social, a veces con conclusiones más que discutibles, es interesante y nos enfrenta a dilemas todavía sin resolver o que acaban de surgir en nuestra época. Es una lectura aguda y perturbadora con la mente llena de amor, familia, celos y engaños. Es también un homenaje al gran Alan Turing, a quien le conceden la trayectoria profesional y el rango de caballero que merecía su figura. Quizá sea la razón por la cual la novela se escenifica en los 80 y no en el siglo XXI, a saber.
¿Dónde están los límites éticos de la inteligencia artificial? ¿El fin justifica los medios? ¿Se puede programar a un robot para que desarrolle una complicidad que los seres humanos biológicos ya traemos de serie por muy diferentes que seamos? ¿Los chips del robot son como la mente de un niño? ¿Son una especie de un libro abierto que vamos llenando sin mucho sentido? Aquellos Principios de la robótica ideados por Isaac Asimov, ¿son solo un artificio literario o podrían ponerse en práctica en la vida real si se llegase a dar el caso? Con la tecnología como excusa, McEwan da una vuelta de tuerca hacia un tema, por lo demás, crucial: la espantosa confusión de la naturaleza humana.