*Los Límites Porosos de Ambas Figuras y su Coexistencia
*Y Todo Porque al Poderoso le Gusta Sentir y Saberse Admirado
*Los Sinónimos son: Lambiscones, Barberos, Ignominiosos y Rastreros
*También, Bajos, Infamantes, Agachones y Desde Luego Viles
*Reciente: Descaradas, Grotescas y Bufonescas Adulaciones
Por Ezequiel Gaytán
En la política existen dos figuras que tienden a ser antípodas y conviven desde que el ser humano vive en sociedad. Me refiero a la lealtad y a la política. Ambas actitudes e incluso aptitudes se ven todos los días y debido a la condición humana perdurarán.
Por su parte la lealtad tiene numerosas acepciones y aspectos debido a que las circunstancias de la situación determinan las aristas del concepto. Aunque en lo general se refiere a la empatía hacia una persona o una causa o una comunidad o a la vida institucional en el Estado de Derecho. Ser leal es por lo tanto una situación que puede ser de persona a persona ya sea en el ámbito laboral o de la amistad y también una relación basada en el orden de las organizaciones públicas, privadas y sociales. De ahí que se le identifica con valores como honorabilidad, gratitud y afecto. En otras palabras, la lealtad es un principio ético, apegado a la legalidad y la legitimidad dadas las normas de convivencia y confianza, por lo que se sostiene en la reciprocidad y un marco donde impera el sentido de lo noble y un pacto social mutualista.
Por su parte el servilismo es una característica que se vincula con las personas abyectas y que en México se les conoce como lambiscones, barberos, ignominiosos, rastreros, bajos, infamantes, agachones y viles. Son personas hipócritas que con tal de satisfacer sus intereses mimetizan al jefe, lo adulan permanentemente, muestran y se comportan falsa y exageradamente humildes ante sus superiores o ante los poderosos con tal de obtener beneficios.
La lealtad y el servilismo tienen límites porosos y en política ambas figuras, como ya dije, coexisten debido a que el poderoso le gusta sentir y saberse admirado. Es una sensación humana que genera placer y, por lo mismo, es más común que el barbero se imponga y con ello el jefe llega a envilecerse a niveles patológicos y, consecuentemente, el político o la persona poderosa se vuelve poco tolerante ante la crítica, lo cual desemboca en desplantes, egocentrismo, vanidades exacerbadas e incluso la marginación o despido de quienes no lo veneran y reverencian.
En el sistema político mexicano, desde sus primeras fases de conformación en las décadas de los años veinte y treinta del siglo pasado se cimentaron, entre otras, dos características aún vigentes: la burocracia conformada por equipos políticos en los cuales se identifican una mixtura de personajes que incluyen a los serviles que incluso en ocasiones son laboralmente eficaces y los leales a secas que también muestran y demuestran su profesionalismo, pero son poco dados a elogiar al jefe o cabecilla del equipo.
La otra característica del sistema es que el ascenso político de los equipos no es con base al mérito sino a la amistad o lo que el presidente siente como lealtad, aunque son muchos los casos de que el servil, una vez en el cargo, demuestre su verdadero rostro y escupa a quien fue su protector. Por eso en México muy difícilmente podrá implantarse en el corto plazo un sistema profesional de carrera y, a la vez, las actitudes abyectas, mimetizadoras y aduladoras serán las más notorias.
Cuando un equipo político llega al poder, sin importar el partido, la distribución de los cargos tiende a procurar que el perfil del puesto sea más o menos acorde con las características de las personas. Aunque eso no es regla. Posteriormente, ese equipo se fragmentará en nuevos grupos o camarillas y el juego de la dualidad “lealtad-servilismo” empezará como una eterna trenza de supervivencia de nuestro sistema político.
Por todo lo anterior queda claro que ser servil o lambiscón requiere de ciertas formas que no todos cumplen en el juego de la política. Así, tenemos descaradas, grotescas y bufonescas demostraciones de adulaciones como lo acontecido el pasado 15 de septiembre cuando la cónsul de México en Estambul, Turquía, o algunos alcaldes del partido Morena gritaron loas al titular del poder Ejecutivo Federal o a su proyecto político llamado Cuarta Transformación durante la arenga a los héroes que nos dieron patria.
Es cierto que en casi todos los sexenios los presidentes aprovechan la Noche del Grito para exaltar ideales y valores, pues no existe un protocolo definido al respecto y también es cierto que gobernadores y alcaldes aprovechan la coyuntura para construir escalones acomodaticios a fin de ascender en sus carreras políticas. De ahí que corresponde al presidente de la Republica y solo a él delimitar esas demostraciones de veneración y culto a la personalidad. Muchas personas de la clase política, mientras no sean acotadas en ese rubro, seguirán actuando como lo acontecido hace algunos días.
La lealtad hacia un jefe consiste en hacerle saber cuándo una indicación no es posible ejecutarla por motivos jurídicos, administrativos, ecológicos, técnicos o éticos. La lealtad es proteger al jefe y sus decisiones en nombre de la institución y de la honestidad. Es más, yo he escuchado a encumbrados servidores públicos que presumen la siguiente frase “a mis empleados les pido que no me digan que no se puede, les exijo que me informen cómo hacer lo que yo ordené”, lo cual a todas luces es una frase retórica, pues no todo se puede, ni se debe en un Estado de Derecho, no obstante las buenas intenciones de un funcionario. De ahí que la lealtad es bidireccional; léase de abajo hacia arriba y de arriba hacia abajo, pues la lealtad abarca el ámbito de la honradez y, sobre todo, el de la honestidad. Decirle no se puede o no se debe a un jefe es, además de leal, una cualidad de servidores públicos que actúan y deciden aceptando que los límites son condición fundamental para que no caer en autoritarismos.
Cabe destacar que el licenciado López Obrador manifestó en una ocasión que él espera de sus colaboradores 98 por ciento de honestidad y dos por ciento de conocimiento e inteligencia. Lo cual es llevar el perfil de las personas servidoras públicas a un reduccionismo que raya en lo inadmisible y en una paradoja irresoluble, pues no se puede ser honesto y leal si no se designa a las personas adecuadas en los cargos apropiados. Tampoco se puede exigir lealtad de sus colaboradores si se les exige con frases retóricas, como el ejemplo arriba aludido, que busquen recovecos leguleyos a fin de satisfacer órdenes o, peor aún, caprichos.
El conocimiento y la inteligencia son virtudes civiles que en el ámbito de la Administración pública van de la mano de la eficiencia y la eficacia. Por lo mismo, la lealtad es un deber ser sustentado en la ética pública, en la Carta Magna de una nación y en el espíritu de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, ya que, en caso contrario, podría asumirse que la lealtad de los colaboradores de Nicolás Maduro en Venezuela o de Daniel Ortega en Nicaragua es una realidad imperativa y categórica. En otras palabras, el elemento que distingue la lealtad de la servidumbre es el de la dignidad consagrada en el artículo primero de la Declaración Universal mencionada.
La dignidad es, entonces, el elemento diferenciador que da valor agregado a la idea de la lealtad, pues no es lo mismo ser una persona leal en una democracia que en un régimen autoritario. En otras palabras, la inteligencia y el conocimiento son tan necesarios como la honestidad, la preparación, las actitudes, las aptitudes, la educación y la vocación por la democracia. Lo cual señala amplias diferencias con respecto a la adulación, el “agachismo” y la satisfacción en favor de un dictador.
El presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador manifestó que ya redactó su testamento político y declaró que no desea que su nombre esté en calles, avenidas, parques y jardines. Lo cual es plausible, aunque raya en la falsa modestia. Yo esperaría que amplíe su testamento y que, en nombre de la lealtad a las instituciones de la República, también exteriorice abiertamente que su nombre no sea utilizado abyecta y servilmente en las fiestas patrias y en eventos cívicos. Dicha añadidura a su testamento acotaría escenas grotescas que por un lado dan pena ajena, pero por el otro, dignificarían el servicio público.