Estadistas

 

* El Hombre de Estado Sabe que la Política es 

el Arte del Engaño; Pero Honra su Palabra

 

*Hay Muchos Rostros de Abyección y no por 

eso se Deja Guiar por el Canto Lambiscón  

 

*No es ni Puede ser Calificado Como tal

Durante el Ejercicio de su Función

 

POR EZEQUIEL GAYTÁN 

 

Una inquietud que siempre he tenido es acerca de la figura y estatura histórica de los estadistas, las circunstancias en las cuales vivieron, las decisiones que tomaron en favor de sus respectivas naciones y la trascendencia positiva por el bien de las futuras generaciones. Es un calificativo difícil de definir ya sea en los regímenes democráticos o parlamentarios o en las dictaduras. De ahí que sólo me detendré en la idea del estadista democrático que entiende que su labor está por encima de los intereses de su partido y de las facciones o sectores que representa. Lo que me interesa es su creatividad al encaminarla en favor del bienestar de la mayoría de la población, las formas mediante las cuales asume sus responsabilidades y las consecuencias de sus decisiones en los corto, mediano y largo plazos. En otras palabras, los estadistas me atraen por su visión e intuición del futuro, por su sentido magnánimo y por su alejamiento de esas actitudes que demuestran falta de carácter, de ánimo y de valor a fin de enfrentar con franqueza e inteligencia las dificultades y desafíos en el ejercicio del poder. 

 

Un estadista sabe que la política es el arte del engaño, pero se aleja de esa noción y honra su palabra de trabajar por el bien del país sin importarle lo amargo o difícil de las decisiones. Sabe que en política las promesas no empobrecen y por eso no se compromete a diestra y siniestra sabiendo que no va a cumplir con lo dicho. Sabe que en la política muchas de las decisiones que tomarán serán, en su caso, antipopulares, pero no le importa el aplauso fácil e inmediato. Sabe que en política y Administración pública hay temas de la agenda nacional que él ignora y por eso se rodea de colaboradores competentes, profesionales, altamente calificados e incluso más carismáticos que él. Sabe que la política tiene muchos rostros de abyección y no por eso se deja guiar por el canto lambiscón de algunos.  Sabe que en la política de un régimen democrático el tiempo es limitado y por eso trabaja más y habla menos.

 

La figura de un estadista es como una ilustración viva y repleta de imágenes contrastantes. Por un lado, es vanguardista con optimismo por futuro, por el otro es estoica y de mensajes cimentados en la historia. Sabe que los heterogéneos grupos sociales que gobierna son sensibles, interesados y en ciertos temas son hipócritas y de moralismo puritano arcaico. El sentido de la existencia de la relación entre el estadista y los gobernados es difícil porque son puntos de vista convergentes y divergentes simultáneamente. Tal vez eso se debe a que en el fondo de la relación nunca acaban de forjar una relación de plena confianza y siempre queda un dejo de arrogancia de sendas partes.

 

Además de lo anterior, un estadista –sobre todo en una democracia- no es, ni puede ser calificado como tal durante el ejercicio de su función. La crítica social a un personaje político de gran estatura tiene, a los menos, dos tiempos. El primero se refiere al trabajo subterráneo de la tradición política hermética que es invisible para las mayorías y el segundo alude al movimiento lento y subversivo del paso de la historia que desemboca en el realismo fructífero y cosechable. 

 

Las hostilidades entre el tiempo presente y el tiempo futuro en el mundo de la política son oscilantes respecto a la imagen de un estadista. Las adversidades se manifiestan de múltiples formas ya que la sociedad tiende, por un lado, al egoísmo, a la apatía y a la pasividad indiferente el día de las elecciones. Por el otro a la imbricación sensible de apoyar y caminar por el camino señalado. Consecuentemente aparece y reaparece la idea de la modernidad como la realidad de la sociedad comprometida y politizada. Tal vez por eso hablamos de que los estadistas en nuestro país, durante el siglo XX, han sido en términos consensuales Calles y Cárdenas. Del siglo XXI aún no podemos hablar, aunque los aduladores del presidente López Obrador insistan en su falacia transformadora y de hombre de Estado.

 

La cartografía política de lo transcurrido en los últimos veintitrés años es, a mi parecer lúgubre, no hemos tenido políticos de altura y me atrevo a suponer con cierta arrogancia que los historiadores del mañana coincidirán conmigo. Han sido casi cinco lustros de gobernantes grises y anodinos sin visión de Estado. Son mandatarios que no han logrado estar a la altura de las circunstancias de lo que México demanda y necesita. El temperamento de los mexicanos es diáfano y desea calidad de vida. La verdad no es mucho pedir, pero nuestros presidentes al llegar a su encargo lo olvidan o no pueden con el puesto.       

                

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