SILVESTRE VILLEGAS REVUELTAS
Hoy 27 de septiembre, cuando se escriben las presentes líneas, se recuerda (??) la entrada a la Ciudad de México del Ejército Trigarante comandado por Agustín de Iturbide. Con dicha parada militar, Te Deum posterior en la catedral metropolitana y discurso pronunciado por Iturbide donde razonaba las causas, trayecto y acuerdos últimos tenidos con el representante del gobierno español (O´Donojú), podía darse por concluido el movimiento de Independencia iniciado aquella madrugada del 16 de septiembre de 1810 –no el quince por la noche, tradición impuesta por el onomástico de Porfirio Díaz.
En muy breve tiempo el país transitó de convertirse en Imperio Mexicano (1822-1823) a Estados Unidos Mexicanos (1824) bajo el marco legal de una constitución federal que duró hasta 1836 cuando debido a muchísimos problemas políticos, financieros, militares y de disgregación territorial se optó por el centralismo como forma de gobierno.
En julio de 1824 Iturbide fue fusilado en Padilla, Tamaulipas y en febrero de 1831 Vicente Guerrero fue fusilado en Cuilapan, Oaxaca. Los dos libertadores en tiempos republicanos perdieron la vida porque, el primero no sabía de su proscripción realizada por el Congreso Mexicano y el segundo fue víctima de un juicio sumario y a propósito como se diría hoy, declarándosele rebelde y usurpador.
Hidalgo, Allende, Aldama, Morelos, Mina, Iturbide y Guerrero perdieron la vida, pero sí supieron de lo que se les acusaba, conocieron los veredictos, sufrieron las penas y el pueblo, primero el novohispano y luego el novel mexicano, pudieron conocer por documentos oficiales acerca de las razones por las que fueron fusilados. Desafortunadamente durante los siguientes doscientos años en México las hecatombes de Mier y Terán, de Melchor Ocampo, Santos Degollado, Trinidad García de la Cadena, Ramón Corona, Madero/Pino Suarez, Belisario Domínguez, Venustiano Carranza, Emiliano Zapata, Francisco Villa, Álvaro Obregón, los diversos generales y políticos retratados en la novela “La Sombra del Caudillo”, el atentado fallido contra Pascual Ortiz Rubio, Maximino Ávila Camacho, Saturnino Cedillo, Carlos Alberto Madrazo, los jóvenes muertos en la plaza de las Tres Culturas (1968), las víctimas del halconazo del Jueves de Corpus (1971), Manuel Buendía, Manuel Clouthier, Luis Donaldo Colosio, José Francisco Ruiz Massieu, el cardenal Posadas, las matanza de Aguas Blancas, Chiapas y finalmente hasta hoy las 43 estudiantes de la normal de Ayotzinapa.
Todos estos casos han tenido como denominador común, aunque con sus diferencias, muertes en extremo violentas donde en algunos casos se ha conocido la identidad de los asesinos materiales pero nunca y repito nunca, se ha conocido la autoría intelectual de los perpetradores, mucho menos las razones precisas que llevaron al ordenamiento de semejantes atentados. Rumores sí y muchos. Respecto al pistoletazo que le costó la vida a don Álvaro se decía “¿Quién mandó a matar a Obregón? Calles-e la boca”. ¿Cuántos murieron en Tlatelolco? No lo sabemos, pudieron ser cincuenta o mil estudiantes. El que ordenó disparar fue Díaz Ordaz, Echeverría, el general García Barragán, el jefe de la policía de la Ciudad de México, el regente de la capital. Otra vez, no lo sabemos y por ello se hace necesaria una genuina comisión de la verdad, como la de Sudáfrica.
Ahora en el noveno aniversario de la señalada Ayotzinapa uno reflexiona: los normalistas no eran unos angelitos, pero qué intereses del crimen organizado, qué intereses de los políticos locales, qué intereses de las dependencias del gobierno federal, qué intereses de la entonces presidencia de la república, qué intereses actuales alrededor del suceso resultan tan impresionantemente poderosos para que la investigación haya avanzado poco o medianamente, de acuerdo a la óptica que se tenga. Terrible, no tenemos hoy información precisa a ser digerida por la ciudadanía mexicana, acerca de los directores de semejante masacre y las razones de la crueldad con la que se llevó a cabo el asesinato de los estudiantes y su posterior desaparición.
Para terminar, por televisión de cable se ha proyectado la serie sueca Wallander, que trata acerca de las investigaciones que sobre diversos crímenes lleva a cabo el más que maduro Kurt de tal apellido y su equipo de diversos policías. Fue tal el éxito de aquella serie, que existe vía streaming y a manera de secuela, otra serie televisiva que se llama “El joven Wallander”. El bisoño investigador Kurt, trabajador e idealista logra descifrar quiénes fueron los perpetradores de diversos asesinatos, reconstruye las razones que llevaron a que se sucedieran tales asesinatos, pero, al final, se topa con que el sistema judicial sueco no puede avanzar más porque no existen denuncias formales contra el fiscal del reino, personaje que si bien no provocó ni auspició los asesinatos, sí sabía de las causas razones y la identidad de los asesinos que habían violado a su hija. En un rapto de hombría y de la necesidad de hacer justicia, el joven Wallander acusa anónimamente al fiscal cambiando la vida de este sujeto.
Seguramente en México existen personajes de la política y en las fuerzas armadas que saben de los responsables intelectuales de varios de los asesinatos mencionados líneas arriba.
¿Los denunciarían como lo hizo el joven Wallander?
Pregunta de incierta respuesta en este país de Huitzilopochtli.