POR ARGENTUM
Actualmente, a los partidos políticos solo los sostiene la ley. El respaldo de los electores se ha diluido. Las prerrogativas, que no son empleadas para cumplir con las tareas proselitistas, de alguna forma son utilizadas para que los directivos las usen para mantener su zona de confort, alejados de todo compromiso con la militancia.
Si bien es cierto que todavía cuentan con seguidores por convicción, cada vez son menos. El Revolucionario Institucional es el que más ha perdido electores.
El financiamiento permanente, haya o no elecciones, los ha transformado en entidades burocratizadas en las que se maneja el presupuesto con carácter patrimonialista. Es decir, queda a criterio de los dirigentes el destino de los recursos públicos que llenan sus arcas.
No se ha visto el menor esfuerzo para conservar el padrón de militantes que tenían antes del pasado proceso electoral federal. Los adherentes con que cuentan, no son suficientes para enfrentar con éxito, de manera individual, el próximo proceso electoral que está prácticamente a la vuelta de la esquina.
Los partidos que han logrado sobrevivir no han utilizado las prerrogativas para fortalecerse. Por eso andan buscando alianzas para enfrentar a Morena en las elecciones locales y en la presidencial. Aun así, no las tienen todas consigo.
Han optado por las comodidades, han descuidado las estructuras. Por ejemplo, en las recientes elecciones ninguno de los partidos mayoritarios ha logrado registrar representantes en todas las casillas. La militancia se queja que solo acuden a ellos en épocas electorales; además no hay correspondencia cuando necesitan apoyo del partido para realizar alguna gestión.
Es decir, no aprendieron a ser oposición porque eso no estaba en su código de posibilidades. El discurso es el mismo, repetitivo, sin que motive a nadie.
Por otra parte, el asunto de la corrupción ha cubierto a todos los partidos incluyendo al que está en el poder. Nadie se salva de los cuestionamientos por el incorrecto manejo de los dineros. Por supuesto que estos señalamientos le restan credibilidad ante militantes y simpatizantes.
No se escuchan argumentos de los dirigentes. Lo que prolifera son las acusaciones, denostaciones y mentiras.
A la oposición se le observa desorientada y titubeante. No han actualizado sus discursos. Lo que dicen no tiene ni estructura ni contenido. La gente ha cerrado sus oídos a tanta palabrería; no se escuchan palabras que convenzan, que pinten de esperanzas un mejor futuro.
Tal vez sin que sea su intención central, pero han caído en el juego que ha impuesto el presidente de la República. Se han convertido en difusores del discurso obradorista. Es decir, lejos de contrarrestar sus dichos con conceptos mejor pensados y más inteligentes, utilizan argumentos fútiles y divagantes, que el presidente aprovecha para batearlos con mayor impulso.
Por fortuna, ese hueco lo está llenando la sociedad civil, la auténtica, la que no tiene inclinaciones partidistas. La que se congrega sin tortas ni frutsis, la que tiene el pulso del país y vive de manera directa y personal todos los problemas que ocurren en el país
Ese segmento de la sociedad, compuesta mayormente por personas de la clase media, puede ser determinante para el verdadero cambio que requiere el país.
Ningún cambio de sistema político en cualquier país del mundo opera sin la participación decidida de los ciudadanos. La élite política mexicana carece de liderazgo como para encabezar una corriente opositora que tenga el impulso para enfrentar exitosamente a un gobierno como el actual.
Sin embargo, hay que reconocer que, en este momento, en el que se ven destellos de autocracia, se nota que la sociedad civil y la prensa, casi en general, se han colocado del mismo lado. La primera tomando las calles, y la segunda dando voz a quienes advierten que el país transita por caminos sinuosos.
El auténtico contrapeso del gobierno es la gente. Para lograrlo, deben ponerse de acuerdo todos. Deben delinear sus ideales y sus fines; deben salir de la modorra y de su zona de confort. La democracia se logra cuando los ciudadanos asumen su responsabilidad como agentes del verdadero cambio; no el que oferta el gobierno a su conveniencia e intereses.