Punto de Vista
Por Jesús Michel Narváez
Al cierre de 2020, escribí un texto del que rescato los cuatro primeros párrafos.
Esta noche, cuando suene la última campanada del reloj anunciando la llegada del nuevo año, habrá iniciado otro que no pinta bien, aunque el popular refranero señala que “años nones, año de dones” y “años pares, años de pesares”.
Nada que discutir del 2020: no solamente fue de pesares, fue de tragedia. Fue el año del horror. El año que no está para olvidarse, sino todo lo contrario.
Porque se juntaron los elementos: la pandemia y el mal gobierno.
Nada de que los astros se alinearon a favor de la cuatroté y mucho menos de millones de mexicanos y cientos de millones en otros países en donde la Covid-19 atacó implacablemente y le quitó la vida a un millón 100 mil personas, de las cuales México aportó el 10.8 por ciento.
Aquellos números fueron borrados por el altísimo incremento de fallecimientos a causa de la pandemia. Oficialmente se reconocieron 331 mil; otros datos apuntaron hacia 700 mil y unos más rumbo al millón 100 mil.
El otro elemento: el mal gobierno, no desistió de mantenerse como tal y en busca de cambiar la narrativa insiste en que México tiene al “segundo presidente mejor evaluado del mundo”. Nada cierto. Ser el segundo más popular no lo hace el segundo mejor presidente.
Se va un año más en nuestras vidas. Y los que cruzamos el séptimo piso y estamos a la mitad de la escalera para llegar al octavo, miramos con tristeza lo que al país, a su gente, a nosotros, nos ocurre.
Los que estábamos en la clase media-media y, como “aspiracionistas” teníamos la esperanza de escalar otro peldaño, no por ambición de riqueza sino por el anhelo de no terminar en una “casa de descanso” -ya no se puede decir residencia- nos encontramos en que las posibilidades son nulas porque nos alcanzó la pobreza franciscana, la que no conoce el presidente de la República e ignoran quienes se llenan los bolsillos con los negocios públicos y los dineros producto de los impuestos.
¿Qué nos depara el 2023?
La bola de cristal está opaca. No se limpia con limpiavidrios ni con vinagre. No es grasa. No es tierra. Es una especie de lodo que se adhiere. Una mezcla de odios, rencores, venganzas que, conjuntadas con otros elementos no registrados en la tabla periódica de los elementos químicos conocidos. Hay uno nuevo que la ciencia no alcanza a discernir.
Debido a ello y cuando la lógica se coloca en el tercer espacio de la comprensión, resulta virtualmente imposible pronosticar qué viene y qué se va.
Se va, claro está, el tiempo y con él la oportunidad de corregir lo que está mal y se aplica el nihilismo. La negación cotidiana como verdad absoluta de un solo hombre, cuyo reinado todavía cuenta con 639 días de vida política con pleno poder.
Un poder que no comparte y se aferra a la mentira de que el pueblo es el que decide. Frente a la terquedad, avanza en el rumbo equivocado y arrastra a todos los gobernados a los que no les pregunta si están o no de acuerdo en la conducción del barco que hace agua, todo mundo lo mira, y simplemente ordena sacarla del casco con cubetas.
Minimiza los males y no corrige, porque nunca se equivoca. La polarización crece y en el pequeño mundo del huésped temporal de Palacio Nacional no se advierte. Es lo contrario.
Esta noche caerá, como dice la coloquial frase, la última hoja del almanaque o en la era digital desparecerá el número viejo y se insertará en automático el nuevo y comenzará el ciclo compuesto de 52 semanas y 365 días de los que la semilla sembrada con fertilizante de la esperanza, germine y deje atrás los desaciertos y comiencen los aciertos.
No hay de donde asirse. La caída es inevitable por el resbaloso camino por el que transitamos. Nada de lo que ocurre, de los números oficiales que ocultan la conocida cifra negra, de las realidades sociales, es aceptada en el mundo de la fantasía, porque todo, absolutamente todo está “requetebíén”.
Lo último que muere es la esperanza. Y en ella depositamos el resto de nuestras vidas. Solo un milagro salvará a este país y no provendrá quien supone ser el iluminado para conducir a un pueblo hacia el paraíso inexistente.
Acaba el año y ¿qué nos deja? Amargura al por mayor.
Dejemos el colofón para el próximo diciembre. Y por hoy, agradezcamos que el mal hasta ahora vivido, cumplió un año más y su salud no es del todo buena.
A todos los lectores, amigos y anunciantes que han permitido la sobrevivencia de este espacio, de Misión Política, el reconocimiento pleno y el deseo de que 2023 borre algunas de las huellas que parecen indelebles y, sin embargo, se pueden eliminar.
Feliz inicio 2023 y que, como año non, nos traiga cuando menos algunos dones.
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